Consejo que nadie me ha pedido pero que doy graciosamente: de vez en cuando hay que darse una escapadita. Una escapadita para tomarle el pulso a la vida por si la rutina de esta nos lo hubiera escondido. Una escapadita, no un viaje de varios días o semanas en el que vamos pasando de sitio en sitio y de hotel en hotel, cargando maletas y majaderías. No, tiene que ser una escapadita y, como tal, con unas cuantas condiciones.
Primero, tiene que ser corta y en un solo lugar. La mía de estos días fue de domingo a jueves y en Granada tierra soñada, una ciudad preciosa, hecha de de agua y luz. Desde el mismo aeropuerto, que lleva el nombre de Lorca, Granada es poesía. Da la razón al poema de Francisco de Icaza que aparece por todos lados: "Dale limosna, mujer, que no hay en la vida nada como la pena de ser ciego en Granada".
Segundo, tenemos que contar con una buena base de operaciones. Vale un buen hotel, pero lo ideal es buscar una casa bonita y cómoda. Nosotros nos quedamos en el Albaicín, en una casa de tres pisos con jardín y piscina, con vistas a la Alhambra. Y silencio. Las tardes en la casa con baño, descanso, juegos al rummy con los niños, música en la guitarra, lectura..., lejos del ruido y las gentes, aligeran el alma. Fue un disfrute del que no nos cansamos: ver cómo el amanecer aviva el rojo de esos muros legendarios ("La Roja" es lo que significa Alhambra), oír en el silencio el toque de una campana lejana y asistir, mientras cenamos, a lo que Ganivet decía: "Sale la luna y os besa con su rayo de luz blanca". La Alhambra iluminada, mientras la música de un concierto allí cruza el Darro para llegar a esta casa del Albaicín, es un espectáculo difícil de olvidar.
En tercer lugar, esta escapadita tiene que llevarte a conocer gente que te cuente historias. Desde el taxista que nos lleva y nos avisa: "El que es de Graná y no tiene mala follá, ni es granaíno ni es na", hasta Miguel, que nos cuenta sus escaladas en Sierra Nevada o aquella vez que se trajo una rosa del desierto del Sahara, o cuando encontró, al reformar su casa, empotrado en un muro, un cilindro de cobre que contenía monedas, un periódico de 1928 y un manuscrito con la historia de la casa. O Soledad, que nos hizo un tour interesante por la ciudad, descubriéndonos cosas que nunca supimos o que tal vez habíamos olvidado...
Cuarto, por supuesto hay que darse una vueltita por la ciudad, pero sin tomarse muy en serio el papel de turista. Salir por las mañanas, que están más fresquitas, no hacer colas y no pretender conocerlo todo. Solo pasear tranquilamente por Bib-rambla (La "Puerta del Arenal" en la que en el Arco de las Orejas se exhibían las orejas cortadas a los ladrones), visitar la Catedral, tan bella y luminosa, la más blanca que conozco, o la Madraza, donde el Cardenal Cisneros hizo ese horror de quemar todos los libros de la Biblioteca, o caminar con calma por los jardines de la Alhambra oyendo el agua correr...
En quinto lugar, comer bien, informarse, reservar, aprovechar las especialidades: el chuletón de "Negro carbón", los croquetones de Los Manueles, las migas y el sorbete de arrayán del Parador, los churros del desayuno en el "Alhambra"... Y beber agua de manantial en las fuentes que encontramos a cada paso porque allí el agua viene, pura, de las nieves de las montañas.
Y sexto, gozar de los extras que toda escapadita que se precie debe tener. Como comprar caprichos que nos la recuerden, como un pin para la nevera con forma de ventana mora o un sombrero de ala ancha que no me quité de la cabeza. O como asistir a los gritos que una chica morena y guapa, muy enfadada, lanzaba a un teléfono en un idioma desconocido. Oyéndola, (tenía que sonar justo así), no pude evitar acordarme de la madre de Boabdil peleando al hijo por haber perdido Granada. O el mejor extra, contactar con una amiga querida, Ana la granaína, que es un encanto de persona: nos trajo piononos, los dulces típicos, nos reservó entradas para un concierto de guitarra, nos recomendó hasta un sitio para comer caracoles, nos atendió como a reyes. Y también nos contó historias, como la de la heladería "Los italianos", la de los helados maravillosos, con el tío Hugo y las sobrinas venidas de Italia.
Pero ¿saben qué? Que no hagan mucho caso a estas condiciones mías que me han hecho disfrutar de estos días. Porque las condiciones son lo de menos, ya que cada uno se busca en el ancho mundo su viajito ideal. Lo que verdaderamente importa es escaparse y traer un buen recuerdo para atesorar en momentos bajos o cuando, por otros lugares, se despierte el recuerdo, por ejemplo, cuando oigo el rumor del agua y pienso: "Yo esto lo viví también en Granada". Lo que importa de verdad es la escapadita. Gócenla.
(Para Dani, Myriam, Julia y Álvaro, que nos acompañaron y disfrutaron de esta escapadita)
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