No hay nada mejor, para un día lluvioso y volandero como el de la semana pasada, que mandarse un buen puchero entre pecho y espalda con los amigos. El viernes lo hicimos en la Tasca Fernando de mi pueblo, la de los padres de Pedri, el del Barcelona, que al mismo tiempo que educaban a su hijo en el arte de darle patadas al balón, nos educaban a nosotros en el del buen comer. Y los viernes los dedican al puchero canario (y, como es natural, los sábados al tumbo).
Y allí estuvimos, la lluvia fuera y el puchero humeando en la mesa. Con sus carnes, su bubanguito y su col tierna, su calabaza y zanahorias, sus papas y batatas, sus habichuelas, sus piñas y garbanzos... Y aparte, su mojo de cilantro y su gofio escaldado con cebollas en cazuela de barro. La Biblia cuenta que Jacob le compró a su hermano Esaú la primogenitura por un plato de lentejas. No me extrañaría nada que alguien más lo hiciera por este plato nuestro, sabroso y completo. Porque Bécquer no lo cató porque si no, hubiera escrito la Rima XXIII así: "Por una sonrisa, un mundo; por una mirada, un cielo; por un puchero... ¡yo no sé qué te diera por un puchero!".
¿Y no merece un poema? El poeta canario Domingo Enrique allá por el siglo XIX pensó que sí y le dedicó este que no me resisto a compartir con ustedes:
Después de recorrido un espacio corto, Febo
se prende la negra hornilla con carbones de haya o brezo.
Se echan seis litro de agua en el puchero,
al caldero, de la vecina tinaja, con los menesteres estos:
Primero, carne de vaca, dos kilos de pierna o pecho;
un argollón de morcilla, tres chorizos, y de puerco,
cinco onzas; de garbanzos de Castilla o conejeros
igual suma; y una dosis de tres de sal (del impuesto).
Y cocidas que hayan sido las partes de lo que expreso
se apartan (así se dice en el canario archipiélago).
Y por la candente boca del atezado caldero
que fervoroso espumaje airado despide a intervalos,
impulsando su cubierta el vapor bulle dentro
cual si Luzbel estuviese metido en aquel infierno.
Échase la calabaza (sobre un kilo más o menos),
habichuelas, chayotes, ñames, peras y bubangos tiernos;
y cuando haya sazonado el fuego tanto totum revolutum
como lo que dicho llevo,
apártense las verduras para reemplazarla luego
con papas y batatas, cuya cantidad o peso
generalmente consiste, según informes muy ciertos,
de aquellas en cinco libras, las batatas en dos menos.
Témplese entonces, ¿Y cómo? Es sencillísimo hacerlo:
Azafrán, ajos y clavos en el almirez casero
se trituran, se machacan con la manilla de fierro;
y, semejante a una esquila que repica algún chicuelo
en son de chanza, produce el propio repiqueteo.
Del caldo una cucharada se vierte en él, diluyendo
las especias que se arrojan incontinenti al caldero
y allá cuando el sol declina y alumbrar va otro hemisferio
las carnes y las verduras tornan otra vez al fuego.
Unidos los componentes todo por escaso tiempo,
en el caldero hacinados recibe calor de lleno.
Y es de verle tan orondo, pletórico hasta el exceso,
oloroso y humeante como diciendo: Está hecho.
De seguida se coloca el manjar populachero
en anchurosa bandeja, blanca como flor de almendro.
Lo demás, huelga decirlo: se hizo para comerlo,
y se come... ¡Ya se sabe! Con la boca y los cubiertos.
Con el suculento tumbo que resulta del puchero
se agasajan los criados en derrededor del barreño
a la hora de la queda en que tocan a silencio
y los ojos parpadean al influjo de Morfeo.
Hay cosas que merecen una oda y hasta que se les ponga música. Y una de ellas es este puchero, un día frío de abril entre ruidos de platos, tintineo de copas y la conversación con los amigos de toda la vida. Un momento feliz ¡Salud!