Kylemore en Connemara |
Érase una vez una isla esmeralda, con más de cuarenta tonos de verde. En árboles jóvenes y ancianos, en bosques de arces, robles y alisios, en praderas y llanuras que llegan a la orilla del mar, el color verde abraza la tierra y da calidez a los días grises y a los mares encrespados. Ya Homero había hablado de ella en "La Iliada" diciendo que era "una tierra de niebla y penumbra (...), más allá de la cual se encuentra el mar de la muerte, donde empieza el infierno.". Pero el verde la salva de la oscuridad iluminando el paisaje, las mariposas del Burren y los ojos de muchos de sus habitantes. El Día de San Patricio, el patrón de la isla, los grandes espacios de toda la Tierra -las cataratas del Niágara o la Muralla China, por ejemplo- se encienden de verde en su honor.
Este es un lugar para disfrutar de la naturaleza, a veces agreste e impresionante como en los Acantilados de Moher o la Calzada del Gigante; otras, plácida y relajante a orillas de lagos, como en Kylemore en el Parque de Connemara, o de ríos, como en Clonmacnoise, ruinas de una antigua abadía todavía en pie junto al Shannon. En el Anillo de Kerry las carreteras estrechas, embutidas entre las montañas por un lado y el mar por otro, nos empequeñecen. Es un lugar solitario en el que van apareciendo, entre gritos de gaviotas, pueblos pequeños y preciosos y los restos de alguna torre medieval. La pureza del aire en esos sitios, la soledad, el agua limpia cayendo en los terrenos de turba muestran retazos del principio del mundo, cuando todo era nuevo. Se respira una cierta melancolía.
Es la tierra de los gael, de los celtas, los antepasados, un pueblo grande y poderoso compuesto por tribus. Sus símbolos, su idioma y sus leyendas han permanecido a través de los siglos, desde la llegada de los dioses. En el "Libro de las Invasiones" (Lebor Gabala en la lengua antigua) se habla de la llegada de ellos, los primeros, después del Diluvio, y de las sucesivas invasiones a la isla. La más importante y misteriosa fue la tercera, cuando llegaron los Tuatha De Danaum, los Hijos de Danu. Estos son, sin duda, los viejos dioses de los celtas y sus historias reflejan las creencias de gran parte de la Europa prehistórica y resurgen en fiestas y canciones bajo disfraces diferentes.
Y es que los celtas siguen viviendo en la lengua, musical y distinta a todas, que, aunque no mucha gente la habla, aparece en nombres, en todos los rótulos y en carteles como los que en los condados del oeste y del sur anuncian que allí se habla gaélico, Ann gaeltacht. Y siguen viviendo en los símbolos: el trisquel, el árbol de la vida, el nudo perenne, el cladagh, la espiral, la cruz de los druidas... La permanencia de las tradiciones muestra la presencia del mundo celta en la imaginación colectiva.
Esta es una tierra sacudida desde siempre por guerras y conflictos. Y sin embargo (o, a lo mejor, por eso mismo) ha crecido entre cantos populares, poemas y canciones. Hasta en su escudo aparece un arpa. Las baladas aquí parecen romances de antes -"Un héroe no es nadie si no hay una balada que lo cante" (Javier Reverte)- y los bailes, las antiguas gigas, señalan la empatía de los bailarines con los árboles: brazos rectos y pegados al cuerpo y pies zapateando con fuerza, como raíces que quisieran adentrarse en la tierra. La música y la literatura van de la mano llenando este lugar de poesía.
Es un país mágico, el país de las hadas, hermosas pero esquivas, y de los leprechauns, los duendes pelirrojos que esconden tesoros bajo la tierra. Aquí hay gigantes que juegan a tirarse columnas de piedra a través del mar. Y héroes de otros tiempos, como Cuchulainn, que murió peleando en inferioridad de condiciones contra un ejército enemigo y que antes se hizo atar a una roca para que sus adversarios lo creyeran todavía vivo; o San Brendan que viajó en una embarcación de cuero hasta una tierra más allá del océano y que acaso sea nuestro San Borondón y su isla sea la que a veces se ve en los días claros, al oeste, desde La Palma; o el mismo San Patricio, que expulsó para siempre a las serpientes y que explicó con un trébol el misterio de la Trinidad. Y hay lugares sagrados -túmulos, dólmenes, círculos de druidas- en los que el silencio se puede tocar.
Y es un país de historias, de miles de historias contadas (y cantadas) en los cientos de pubs que pueblan la isla. Entre pintas de cerveza y tragos de whiskey, las bebidas nacionales, conoces la historia de Molly Malone, la vendedora de mejillones que murió joven, o la de Jack Duggan, que robaba a los ricos para dárselo a los pobres, o la del bebé que fue salvado de un incendio por un mono, o la del duque que perdió un palacio en una noche por una apuesta, o la de los que se arruinaron por intentar hacer su mansión digna de la reina Victoria, que solo pasó allí dos días...
Es un lugar increíble que he recorrido por segunda vez estos días. La han llamado la Isla de los Santos o la Isla de los Sabios. Pero se llama Irlanda, en la antigua lengua, Éire, que es es el nombre de una de sus diosas. Allí nacen las leyendas.
(A Raquel, que nos organizó un viaje mágico. Y a Yamila, que nos lo explicó con maestría y sensibilidad. Gracias)
Y es que los celtas siguen viviendo en la lengua, musical y distinta a todas, que, aunque no mucha gente la habla, aparece en nombres, en todos los rótulos y en carteles como los que en los condados del oeste y del sur anuncian que allí se habla gaélico, Ann gaeltacht. Y siguen viviendo en los símbolos: el trisquel, el árbol de la vida, el nudo perenne, el cladagh, la espiral, la cruz de los druidas... La permanencia de las tradiciones muestra la presencia del mundo celta en la imaginación colectiva.
Esta es una tierra sacudida desde siempre por guerras y conflictos. Y sin embargo (o, a lo mejor, por eso mismo) ha crecido entre cantos populares, poemas y canciones. Hasta en su escudo aparece un arpa. Las baladas aquí parecen romances de antes -"Un héroe no es nadie si no hay una balada que lo cante" (Javier Reverte)- y los bailes, las antiguas gigas, señalan la empatía de los bailarines con los árboles: brazos rectos y pegados al cuerpo y pies zapateando con fuerza, como raíces que quisieran adentrarse en la tierra. La música y la literatura van de la mano llenando este lugar de poesía.
Es un país mágico, el país de las hadas, hermosas pero esquivas, y de los leprechauns, los duendes pelirrojos que esconden tesoros bajo la tierra. Aquí hay gigantes que juegan a tirarse columnas de piedra a través del mar. Y héroes de otros tiempos, como Cuchulainn, que murió peleando en inferioridad de condiciones contra un ejército enemigo y que antes se hizo atar a una roca para que sus adversarios lo creyeran todavía vivo; o San Brendan que viajó en una embarcación de cuero hasta una tierra más allá del océano y que acaso sea nuestro San Borondón y su isla sea la que a veces se ve en los días claros, al oeste, desde La Palma; o el mismo San Patricio, que expulsó para siempre a las serpientes y que explicó con un trébol el misterio de la Trinidad. Y hay lugares sagrados -túmulos, dólmenes, círculos de druidas- en los que el silencio se puede tocar.
Y es un país de historias, de miles de historias contadas (y cantadas) en los cientos de pubs que pueblan la isla. Entre pintas de cerveza y tragos de whiskey, las bebidas nacionales, conoces la historia de Molly Malone, la vendedora de mejillones que murió joven, o la de Jack Duggan, que robaba a los ricos para dárselo a los pobres, o la del bebé que fue salvado de un incendio por un mono, o la del duque que perdió un palacio en una noche por una apuesta, o la de los que se arruinaron por intentar hacer su mansión digna de la reina Victoria, que solo pasó allí dos días...
Es un lugar increíble que he recorrido por segunda vez estos días. La han llamado la Isla de los Santos o la Isla de los Sabios. Pero se llama Irlanda, en la antigua lengua, Éire, que es es el nombre de una de sus diosas. Allí nacen las leyendas.
(A Raquel, que nos organizó un viaje mágico. Y a Yamila, que nos lo explicó con maestría y sensibilidad. Gracias)
Acantilados de Moher |
En carro de caballos por Killarney |
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En la Calzada del Gigante |