lunes, 12 de noviembre de 2018

Ortografía envenenada



Hacer oposiciones es uno de esos tragos amargos que uno tiene que pasar en la vida, sobre todo si te dedicas a la enseñanza y tu trabajo -al menos antes era así- peligra cada septiembre. Hay que pasar por el aro, sí o sí,  y a veces, como en mi caso,  dos veces (agregaduría y cátedra). Así que cuando los periódicos sacan fotos, como en este verano pasado, de aulas enormes, abarrotadas de atribulados docentes, empatizo con ellos rápidamente. Y recuerdo los meses de preparación, mientras al mismo tiempo trabajaba, corregía exámenes, preparaba clases, cuidaba de los hijos y del vivir y, al final, aprovechaba las noches para estudiar los temarios. Ahí fue cuando me aficioné al café.

Y encima, como quien tiene la famosa espada de Damocles sobre la cabeza, siempre cabe, claro, la posibilidad de suspender. En las últimas oposiciones convocadas este verano, se presentaban 10 aspirantes para cada plaza y, aun así, quedó vacante el 10% de las plazas, 1984  sin cubrir. Al parecer -la prensa lo ha publicado y comentado varias veces-, fueron determinantes las faltas de ortografía y de gramática, la mala redacción y la pobreza en la expresión.

Independientemente de que también puede haber otras causas de la escabechina, a los que hemos sido profesores no nos extraña nada. El lápiz rojo con el que señalábamos los fallos se gastaba pronto y, como el replicante de "Blade runner", hemos visto "cosas que vosotros no creeríais". Nos hemos encontrado faltas de las gordas en trabajos, en escritos publicados, en blogs, en comentarios en las redes... Pero también en artículos periodísticos y en libros de autores consagrados o no, acostumbrados como estamos al corrector, que muchas veces no las detecta. Por ejemplo, en las declaraciones de un bailarín en septiembre de este año en "El País" me encontré: "Estuve una década empujando asta que en mi camino se cruzó...". Ese "asta", que a cualquiera de mi profesión nos salta a los ojos, lo he visto en otros escritos disfrazado de "bandera a media hasta". Pero es que ¡hasta en un enunciado del examen de Lengua de estas mismas oposiciones hubo una falta ("Comente el tratamiento de la plasticidad a lo largo de el poema")!.

¿Y qué decir de los anuncios que se ven por ahí?  Sirva de ejemplo el que pongo como imagen inicial, ese "Hay veneno", tan camuflado que más parece un anuncio misterioso en bengalí (y que nada ayuda al incauto que se atreviera a coger un racimo). Basta buscar en Google "carteles con faltas de ortografía" para encontrarnos un número apabullante de ellos:
Se proive tirar. vasura en esta aria de este te reno.
Fabor de guardar cilencio para que descancen las demas personas.
Servicio y gienico.
Ha tencion no de puede hacer de cuerpo por fabor el bates esta haberiado gracias.
El que salte estavalla y llo lo pille endentro seba arepentir de abernacio
Se vende jaita jalleja.
Dios mio, Dios mio ¿por qué meas avandonado? (Este en una iglesia)
Incluso, hay alguno que ortográficamente es impecable, pero le falla el vocabulario:
Se perfora el óvulo de la oreja. Inf: Sra. Domitila.

Hay quienes piensan que las faltas no son tan importantes. Acuérdense de García Márquez despreciando las "h" o de Juan Ramón Jiménez poniendo todo con "j". Pero el hombre es social, recordaba Aristóteles (siempre él), porque tiene el tesoro de la palabra. ¿Y qué hacemos con ese tesoro? Nunca como ahora ha habido tantos cauces de comunicación, tanta información, tantas redes conectándonos, pero, como dice Adela Cortina, no parece que, por eso, nos comuniquemos mejor: "Tal vez en el fondo de ese fracaso se encuentra , entre otras muchas causas, ese no saber decir, ese descuido del lenguaje, que es un mal endémico".

Entonces es cuando empezamos a repartir culpas. A la educación y sus fallos, por supuesto (¿Más exigencias? ¿Más acuerdos entre profesores de distintas materias? ¿Una asignatura dedicada exclusivamente a Ortografía en niveles básicos?), pero tampoco ayuda el lenguaje de los SMS, con sus abreviaturas y sus emoticonos, la prisa en que se redactan los mensajes o el no leer habitualmente buenos libros.

Saber escribir correctamente, una de nuestras capacidades básicas, es parte de nuestra formación como personas. Si quieres ser docente, es tan importante como dominar tu materia. Y si un profesor no sabe escribir, tampoco está capacitado para enseñar a hacerlo.

Incluso a veces saber escribir -como en el caso del cartel de "Aibene no"- es cuestión hasta de vida o muerte.


lunes, 5 de noviembre de 2018

Almanzor no perdió el tambor




Otra cosa, no, pero a nosotros nos enseñaron historia por un tubo. Nosotros no solo sabíamos quién era Carlos I de España (y V de Alemania), sino también Carlos II el Hechizado, Juana la Loca, Berenguela de Castilla y hasta si me apuran, Perico de los Palotes. Y, por supuesto, conocimos a Almanzor. Les he preguntado por todos ellos a mis nietos y ni idea, oigan. Tampoco es que de cada uno supiéramos vida y costumbres de pe a pa, pero, vamos, algo estábamos enterados. Por ejemplo, del último yo sabía que era un caudillo moro que era un hacha ganando batallas hasta que la pifió en Calatañazor. Cuando siendo mis hijos adolescentes hicimos un viaje en el que pasamos por Soria, recuerdo la emoción que me dio al estar en aquel pueblo, tan perdido y encaramado allá arriba, como un nido de águilas desde el que se veía toda la llanura -¡Ancha es Castilla!-. Los cristianos lo tuvieron fácil porque desde allí no se perdían una. Me acuerdo que se lo comenté a mis hijos (que tampoco sabían quién era Almanzor) y que les cité la frase que siempre nos decían: "Almanzor perdió el tambor en Calatañazor".

Pues ahora resulta que no, que Almanzor no perdió ninguna batalla, y menos ningún tambor, si es que alguna vez lo tuvo, y que todo fue un cuento de los cristianos para quedar bien. Imaginen, es como si ahora el Rayo Vallecano dijera que le ganó al Barcelona.

De todo esto me enteré a raíz del viajito a Córdoba que hicimos hace poco. A la vuelta en el avión me leí un libro precioso de Antonio Muñoz Molina, "Córdoba de los Omeya", que me puso al día en este personaje apasionante que, siendo casi un mindundi, llegó a ser el amo del califato. La carrera de Muhammad ibn Abi Amir al-Mansur (Almanzor para los amigos) empezó como calígrafo escribiendo memoriales, cartas y solicitudes para el Califa en un zaguán de la medina de Córdoba. Pero era un trepa inteligente y seductor y a los 25 años ya había cruzado las puertas del Palacio y contaba con la predilección del Gran Visir que lo recomendó al año siguiente para administrar los bienes del heredero y dirigir la Ceca o Casa de la Moneda. A los 32 era el Jefe de la Guardia del califa y lo llamaban el Señor de la noche porque cada amanecer mandaba colocar en las esquinas de los zocos las cabezas de los rateros ¡Santo (y drástico) remedio para acabar con la peligrosidad nocturna! Sabía decirle a cada uno lo que quería oír, pero sin duda, cuenta Muñoz Molina, el mérito más decisivo en su ascenso fue el favor de Subh, la concubina favorita del Califa. La cama siempre ha sido un buen trampolín, pronto no había ni quien le tosiera. No conoció la clemencia ni la gratitud e incluso cortó la cabeza (y la hizo enviar a Córdoba conservada en salmuera) a uno de sus hijos que se rebeló contra él. Pero también, gracias a él, la vida en Córdoba fue más regalada, segura e imparcial que nunca. Muñoz Molina lo llama "el tirano benévolo".

¿Qué nos enseña esta historia? Muchas cosas, de las que me quedo con dos. Una, que para llegar a la cúspide viene bien arrimarse a un buen árbol. Una palabrita por aquí, un favor por allá, una sonrisa divina... y ¡hala, a comerse el mundo! Y parecía que no rompía un plato cuando solo se dedicaba a escribir cartas...

Otra, que nos han engañado como bellacos. Hay muchas cosas que nos han enseñado que no me sirven para nada (por ejemplo, los polinomios), pero que me enseñen cosas que no son verdad, me pone de los nervios ¡50 y pico años creyendo lo del tambor y era una bola! Y vete a saber qué otras cosas nos han colado. Se empieza con un tambor y se puede acabar con toda una orquesta de batallitas inexistentes, secretos inconfesables, crímenes disfrazados, mentiras arriesgadas y héroes de pacotilla.

¿De verdad habrá existido Almanzor?
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