lunes, 19 de octubre de 2020

Una historia de mangos



Odio el viento del sur, sobre todo por lo selectivo que es. Mientras que en Santa Cruz no se mueve ni una hoja, él elige bajar ululando por el Valle del Portezuelo, donde vivo, tapizándome el patio con las flores rosas de la bignonia, rizando las hojas de las plataneras y llenando la huerta de aguacates y frutos caídos. Este octubre la ha tomado con los mangos y todos los días pongo en la nevera trozos de mangos en cuencos de cristal para comer frescos a cada rato y ya he hecho mermeladas y sorbetes de mango para un regimiento.

Haciendo sorbete, precisamente, estaba yo la otra tarde cuando me llamó mi amiga Lali para alegar un rato. Ni qué decir tiene que le ofrecí si quería alguna tonelada que otra de mangos, y ella, que es, como dice la canción, "entradita en cintura y dispuesta", al ratito estaba en casa con una botella de vino blanco frío, al que le hicimos los honores acompañándolo con una tortilla de papas y un jamón serrano que te puedes morir. Y habla que te habla, me contó una historia de mangos.

Ya dije hace poco que, cuando yo era pequeña, no conocía los mangos ni había oído hablar de ellos. Pero Lali, sí. Ella recordaba que una vez que estuvo enferma con difteria, su abuelo había ido a caballo por los caminos escondidos de Anaga, desde La Laguna a Igueste de San Andrés y, de vuelta, traía leche y una caja de mangos. Entonces, aunque yo no lo sabía, había un lugar en la isla en el que se cultivaban mangos y otras frutas exóticas. La gente que volvía de Cuba y Venezuela no había querido renunciar a su sabor dulce y especial y escondían en los baúles, como si fueran pepitas de oro, semillas de mango, zapote y papaya que plantaron en las laderas protegidas de los barrancos de Igueste de San Andrés. Allí, el microclima mima la fruta y hace que, todavía hoy, sea famosa por su sabor y dulzura.

La historia que me contó Lali fue sobre su madre, Teresa, una mujer guapísima que tenía una venta frente a la casa de mis abuelos en La Laguna. Un día, cuando ya Lali estaba casada con Jose, le ofreció mangos y, mientras los comía, Teresa, que entonces rondaría los 80 años, se echó a llorar. Les contó entonces que su sabor le recordó cuando de joven ella se iba los veranos a casa de su tía en Igueste de San Andrés y que se había enamorado de un joven, su primer amor, que le recogía mangos dulcísimos en el barranco y se los llevaba a ella como una ofrenda dorada. Lloraba por el recuerdo, tal vez por el amor o la juventud perdida. Lali le propuso llevarla a Igueste de San Andrés, y fueron, y allí encontraron la casa derruida de la tía, el barranco donde crecían los mangos y el lugar de los encuentros. Fue para Teresa un día memorable y, al final, dijo que no quería volver más. Pero Lali y Jose, hasta que Teresa murió, iban todos los años a Igueste a comprarle una caja de mangos, dulces como ninguno.

¡Qué bueno rememorar una historia de tiempos pasados e imaginar otras vidas! ¡Qué bueno renovar el ritual de la amistad una tarde de octubre frente a un vaso de vino fresco y un picoteo! ¡Qué bueno que se hayan caído los mangos para obligarme a regalar y a repartir! 

Casi estoy por amar el viento del sur...


16 comentarios:

  1. Enrique Vergara Duque19 de octubre de 2020, 16:43

    Pues yo voy a contar otra historia.
    Había un manguero cerca de mi casa, en la esquina de una finca murada de plátanos (que hoy ya no existe) y muy cerca de un estanque lleno de agua empozada con ranas y escombros. Cuando era un chico de calzón corto, de vez en cuando me acercaba a robar algún mango (que no manga) y para ello tenía que elevarme al borde del muro, que estaba rematado en forma de lomo de burro. Haciendo equilibrios cual artista de circo, caminaba sobre dicho borde con el consiguiente riesgo de caer hacia dentro de la finca, es decir, dentro del estanque, lo cual era posible que me ahogase. Una vez sobrepasado el peligro llegaba al árbol y recogía dos frutos que eran los que me cabían en el bolsillo, para volver por el camino andado.
    Mi madre al enterarse de mis golferías, no se le ocurrió otra cosa que asustarme con la presencia de "la mano negra" que andaba por el camino que bordeaba la finca. Yo me lo creí e incluso llegué a verla en algún oscurecer. Consiguió que no fuera más por allí. Ya un poco mayor, en el bachillerato, el medianero de la finca se hizo amigo mío y me regalaba de vez en cuando un mango. Nunca más he sentido el sabor delicioso de aquellos mangos machos que te llenaban los dientes de fibras.

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    1. Me he enterado ahora de que en La Palma también había mangos cuando tú y yo éramos chicos. Una amiga que pasaba los veranos en Tazacorte me contó que allí había muchos, tal vez traídos como los de Igueste desde tierras americanas.
      Me reí con lo de "la mano negra". A mí me asustaban con "los chupasangres" que, no sé por qué, yo siempre imaginaba vestidos de guardia civil.
      Los sabores de la infancia son los mejores. Yo me acuerdo de robar un racimo de uvas cuando pasaba por un camino en Los Realejos y todavía tengo el sabor de aquellas uvas en el paladar de la memoria.

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  2. Lali Gil Rodríguez19 de octubre de 2020, 16:45

    Que bien escribes y trasmites, lo clavaste!!!! Y leyéndolo casi casi la que lloro soy yo. Precioso. Gracias

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    1. Yo sí que te estoy agradecida a ti, que siempre vienes cargada de historias y siempre me arrancas sonrisas. El post te va dedicado.
      Un abrazo grande.

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  3. Mari Carmen González Zamorano19 de octubre de 2020, 16:46

    Que historia tan bonita y es cierto que yo tampoco me acuerdo de haber comido mangos en mi infancia pero ahora es de mis frutas preferidas. Gracias por compartirla.

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    1. Pues aquí estaban, Mari Carmen, con su sabor dulce, sus hebras, su color dorado... Y nosotras sin enterarnos. Y mira que mi abuela siempre venía de La Palma cargada de exquisiteces, pero nunca los trajo. A lo mejor es que en los Sauces (que es donde ella iba) no había, o eran escasos los mangueros.
      Pero ahora, ¡a disfrutarlos! Si todavía quedan, pásate por aquí :-D

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  4. María del Pilar Valenzuela19 de octubre de 2020, 16:58

    Isa, que bonita historia. Yo si conocí de pequeña está fruta, no sé quién los llevo a casa lo que si sé es que no me atreví a comer ninguno por las hebras, ahora es una de mis frutas preferidas... También conozco el viento del sur, ese viento pendenciero que me deja el jardín patas arriba cada vez que sopla... Un abrazo desde Bajamar hoy, por suerte, sin viento.

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    1. Por las hebras precisamente no chupo la pipa y, al hacer las mermeladas o los sorbetes, al final lo paso por el pasapuré o por el chino. Así queda tan suave como si fueran mangas, pero con más sabor.
      El viento del sur se ha enamorado (como nosotras) de nuestra zona y se entretiene caracoleando en las ramas de los árboles. Prepárate porque hay un aviso de pre-alerta por vientos. ¡Qué se le va a hacer...!
      Gracias, Pili.

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  5. Ay, Jane, qué rica la mermelada de mango. Se me hace la boca agua solo imaginando lo deliciosa que debe ser hecha por ti con fruta de casa, si la comprada es suprema. Mmmmm.

    Me alegra que Teresa pudiera volver una última vez a ese rincón que la hizo tan feliz. Quizás no quiso volver, pero estoy segura de que pudo cerrar lo que de alguna manera seguía abierto.

    Y sabes? Tengo que confesar de que me morí de envidia leyéndote cómo disfrutaste esa tarde con tu amiga. Intento contener las lágrimas recordando a las mías y deseando volver a verlas para hacer lo mismo que tú: celebrar nuestra amistad, que espero que sea pronto aunque lo veo lejano.

    Un abrazo enorme, Jane. Sigue cuidándote así.
    MUAC

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    1. Jane, fijate lo que me emocionó tu escrito, que volviendo a verlo de pasada no encuentro más que faltas gramaticales. Me las perdonas, ¿verdad?

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    2. A mi marido (que desayuna todos los días con mermelada) no le gusta la comprada en los supermercados. Así que ya me especialicé en mermeladas y las hago como churros, cuando abunda la fruta, para todo el año. Ahora tengo hechas de mango, de ciruela y de papaya y naranja. Están también mmmmmmmmm.
      Creo que acertaste con lo que sintió Teresa. Lali dice que se le iluminó la cara cuando volvió a un sitio en el que fue feliz. Y con eso ya se conformó, como si cerrara un ciclo.
      Ya verás que volverán las antiguas reuniones y las quedadas por ahí y las risas y confidencias. Todo esto pasará (espero).
      Un abrazo grande. Cuídate también.

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    3. Ah, ni te preocupes. Desde que hace 12 años dejé de dar clase no leo con el lápiz rojo en la mano. :-D

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  6. Entrañable historia la que nos cuentas en esta semana, Jane. Aunque como protagonista esté una fruta que apenas me gusta. Sé que tengo algo de bicho raro, porque solo conozco gente que habla muy bien de los mangos, a pesar de sus hebras. Para mí, es demasiado dulce y me sabe a muy perfumado. Cuando debo comerlo, por razones de salud, trato de neutralizar un poco su sabor, con la ayuda de algún cítrico.
    Ni siquiera los famosos mangos de Igueste de San Andrés han conseguido que me aficionara y eso que los vi y oí hablar de ellos, en casa y siendo muy niña, porque mi padre hizo una serie de reportajes dedicados a ese rincón de Anaga, allá por los años 50/60, y alguna vez los trajo, como regalo agradecido de alguno de sus entrevistados. A mi madre sí que le encantaban y daba lo que le pidieran, con tal de poder comerlos.
    Ese Igueste, el del alejado rincón de Anaga, debe tener, además de los mangos, muchos otros atractivos, porque uno de nuestros ilustres escritores, Isaac de Vega, fundador de la fantástica Fetasa, tenía una casita allí y en ella se refugiaba los veranos, a descansar, escribir, pensar y charlar con sus amigos "fetasianos", uno de los cuales fue otro ilustre escritor, Rafael Arozarena, autor de la muy conocida Mararía. En ella, en esa morada de Igueste, D. Isaac se retiró a vivir, una vez jubilado.
    Además, según cuentan las crónicas, fue un lugar codiciado por piratas, que tenía unas condiciones inmejorables para el cultivo del plátano y del mango. Su clima benigno y su fértil tierra lo hizo posible, allá por la primera mitad del pasado siglo XX.
    Desconozco si hoy, aquellas virtudes naturales se siguen explotando, y como nunca lo he visitado, quiero aprovechar tu historia de mangos, para, en cuanto pueda, darme un paseo hasta allí y comprobar, in situ, todo lo que tú y mi padre me han contado sobre ese apartado lugar de la costa chicharrera.

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    1. Yo no he ido sino 2 o 3 veces a Igueste de San Andrés. Pero es un pueblo precioso para retirarse a descansar. Entiendo a Isaac de Vega.
      La última vez que vi el pueblito fue desde el mar yendo hasta la playa de Antequera. Allí está también el célebre Semáforo de Anaga, una estación de señales construida a finales del siglo XIX y que servía para avisar al Puerto de Santa Cruz de la llegada de barcos por el norte. Hoy está abandonada.
      De Igueste se dice que era el famoso pirata Ángel García, "Cabeza de perro" y en su litoral, en la Playa del Balayo, hay una cueva con un manantial que la llaman la Cueva del Remordimiento porque se dice que ahí vivió arrepentido de sus fechorías.
      Date un paseo por allí y rescata historias. Igueste ha visto muchas.
      Y prueba mangos con un chorrito de limón, fríos de la nevera. Es un bocado exquisito. Espero que los de El Socorro te hayan gustado.

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  7. Qué historia tan bonita!!! El sabor dulce del mango junto a ese primer amor tuvo que ser inolvidable. A mí es una fruta que me gusta mucho. De pequeña no recuerdo haber comido. En las tierras del sur no se cultivaban. Ahora junto con los aguacates, en la costa hay bastantes plantaciones.

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    1. Sí, es donde mejor se dan. Yo recuerdo ver plantaciones de mango la primera vez que fui a La Gomera hará unos 30 años en fincas a la orilla casi del agua en Valle Gran Rey. y es verdad lo que dices, mango + amor es una mezcla explosiva :-D

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