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Mi nieto mayor mimetizado en la nieve |
En mi tierra todo el mundo tiene guardada en el armario una vestimenta para ir al Teide cuando cae la nieve: anoraks peludos, botas, gorros, bufandas y guantes térmicos. Solo los usamos para ese instante mágico en el que el Teide y Las Cañadas se visten a su vez de blanco, cosa que casualmente ha ocurrido estos días pasados (cortesía de los coletazos de la borrasca Filomena). Y da igual que haya frío o pandemia o diluvio universal. Toooodo el mundo se pertrecha como si fuera a ir al Polo Norte y todos salen a las 7 de la madrugada para no encontrar atascos. Y se los encuentran, claro. En los últimos días ha habido tanta gente que a los wasaps nos llegaron las fotos de colas y colas de coches parados y mensajes del tipo "La oportunidad que hemos perdido de ponernos a vacunar en la entrada del Parque Nacional del Teide y tener a toda la isla inmunizada en un fin de semana". Noveleros que somos.
Mis nietos ya subieron, por supuesto, y han cumplido todos los protocolos: se revolcaron en la nieve llenándose de hielo hasta el ombligo, se tiraron bolas, hicieron el muñeco correspondiente con una zanahoria por nariz que, qué casualidad, encontraron por allí tirada y se deslizaron en una tabla por las pendientes nevadas. Para ellos el día fue un día feliz de risas y asombro.
Pero la nieve, como el viento, como el mar, como casi todo en la naturaleza, tiene dos caras. Una amable -todo mullido y blanquito como una postal de navidad- y otra antipática, como bien sabe el argentino que se fue a Toronto (los que no lo han oído busquen Un argentino en Toronto y ríanse un rato), que el primer día dice: "¡Qué lindo vivir aquí!" y, después de meses rodeado de nieve sin poder apenas salir de casa y con las manos con callos de tanto apalear la nieve, maldice a la nieve, al conductor de la motoniveladora, a los ciervos y a todos los habitantes de Toronto ¿A quién se le ocurre vivir allí? (De hecho, durante el confinamiento supe de una pareja canadiense que alquilaron un apartamento en La Gomera porque decían que preferían morir de covid que de frío).
Y es que por culpa de la nieve, cuando vivía en Madrid me caí tres veces en un día al ir al trabajo por una calle especialmente helada y tuve que volverme al refugio de la casa antes de que la cosa fuera a mayores. Por culpa de la nieve, años después, perdimos un viaje a Roma y, cuando conseguimos llegar, las maletas habían hecho su viaje aparte. Por culpa de la nieve en estos días pasados un pedido que hice en la farmacia me llegó un mes más tarde. Todo se retrasa, se tuerce, se desmadra, por culpa de la nieve.
Pero también gracias a la nieve, las galerías de agua de toda la isla se llenarán y la primavera será hermosa y florida y hasta los montes del sur estarán verdes como nunca. Gracias a la nieve los niños recordarán siempre (como en ese principio maravilloso de "Cien años de soledad") la primera vez que la vieron y la tocaron. Gracias a la nieve descubrimos la belleza sobrecogedora de un rincón nevado con el Teide al fondo: mucha nieve en el semblante y fuego en el corazón.
Cae la nieve. Y, aunque sabemos las consecuencias desastrosas que pueden ocurrir -caídas, incomodidad, frío, suciedad, desbarajustes...- , es un momento único y fascinante, un deleite que nos lleva a la primera vez que la vimos caer (la mía fue en Madrid en mis tiempos de estudiante) y salimos alborozados a la calle estirando los brazos para abrazarla. Muñoz Molina en su artículo "Penitencia de la nieve", dice que, aunque sabemos lo que nos espera en las ciudades (pasar de prodigio inmerecido a material calamitoso), la mente humana es tan pueril que ese conocimiento no llega a malograr nuestro primer impulso cándido, la complacencia en ese estado benévolo de excepción que impone la llegada de la nieve. Cae la nieve y, lo quieran o no, nos hace niños a todos.