Los canarios parecemos vivir volcados hacia el mar. Nos gusta que desde nuestras casas podamos verlo, un resplandor azul allá a lo lejos, y podríamos permanecer durante horas absortos contemplando las olas - a veces encrespadas, a veces mansas- como si fuera un espectáculo nunca visto que nos sosiega el alma. Como decía Tomás Morales en un poema que me gusta mucho, el mar es como un viejo camarada de infancia, / a quien estoy unido con salvaje amor; / yo respiré de niño su salobre fragancia, / y aún llevo en mis oídos su bárbaro fragor.
Curiosamente, en estos días recibí dos mensajes relacionados con el mar y los largos caminos a través de él. Mi amigo Alfa me manda una noticia sobre la recuperación y conservación del correíllo "La Palma", del que el capitán dice que, con sus 109 años, entre sus cuadernas se respira la historia de nuestras islas. Apenas algunos privilegiados pueden contarlo, dice. Leyéndolo, me invade la nostalgia y pienso que fui de esos privilegiados que en los años 50 y 60 subíamos a este y otros correíllos rumbo a La Palma, cargados de regalos para los parientes de allí y decididos a pasar la gran aventura náutica de nuestras vidas... para terminar gimiendo en el camarote por el mareo ¡Bien se movían! Recuerdo que , en al año 55 al ir a la Bajada de la Virgen, una señora, apiadada de ver que no levantaba cabeza, me ofreció melocotones en almíbar. Cada vez que los veo me acuerdo del olor del barco, del balanceo de las olas y del ruido del mar.
El otro mensaje, de mi amigo Juan, es sobre testimonios de los jóvenes que iban en barcos de emigrantes clandestinos a Venezuela. Juan me dice sobre el "Anita": Encontrarás una historia que me toca de cerca. En él iba mi padre. Los relatos de los pasajeros de estos barcos que salieron desde distintos puntos de las islas son muy parecidos. Iban cargados de personas (286 en el "Nuevo Teide" donde cabían muchos menos) huyendo del hambre, de las penurias de la posguerra y de las represalias, y el viaje duraba aproximadamente mes y medio. Dormían sobre sacos o telas en el suelo, las necesidades las hacían en el mar colgados de una cuerda, comían mal (gofio con gusanos, cuentan los del "Doramas") y con el agua racionada hasta tal punto que alguna vez atacaron al que guardaba el único bidón que tenían. Mes y medio en condiciones infrahumanas para luego llegar y que los recluyesen en la isla de La Orchila donde dormían con las vacas. Un pasajero le dijo a otro que lloraba sin parar: Sufra, pero calle.
A todos los canarios nos suenan estas historias porque todos tenemos parientes que hicieron la travesía en mejores o peores condiciones: el padre de Juan que tuvo que pagar 6000 pesetas de las de entonces por el viaje; mi abuelo, que nunca volvió; el abuelo de mi marido, que se fue con un hijo de 15 años y este murió en el viaje; mi marido que, con 10 años, tuvo que estar 3 días y 3 noches con el chaleco salvavidas puesto porque el barco estuvo a punto de zozobrar...
Desde que el mundo es mundo, o mejor, desde que estamos en él, los humanos no hemos parado de caminar. Primero, nos marchamos de África, que es la que parece ser nuestra cuna primitiva. Nos repartimos por el mundo y, aunque nos íbamos asentando en sitios, muchas veces, por hache o por be, teníamos que salir escopetados de allí. Como dice Irene Vallejo, todos los imperios se edifican sobre cimiento mestizo de civilización y barbarie. Somos descendientes de los andariegos que tuvieron que dejar su hogar buscando una vida mejor. Para los canarios, en particular, los largos caminos pasaron por aquí, llegados del mar y de vuelta al mar. Ahora que vemos a otros caminando con el mismo afán de buscar la fortuna, sería bueno que nunca lo olvidáramos.
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El Telémaco, que viajó de la Gomera hasta Venezuela en 1949. |