Esta semana ha entrado un ratoncito en casa, tan chiquito y saltarín él. No suele pasar, pero es lo que tiene vivir en medio del campo y, seguramente, nos dejamos la puerta de la cocina abierta durante un rato y entró desde el jardín. Esa noche, cuando estábamos viendo la tele, pasó por delante brincando, como Pedro por su casa, y escondiéndose detrás de la librería. Como no había sido invitado, lo calificamos enseguida de persona non grata y tratamos de echarlo amablemente con una escoba, pero corrió de aquí para allá un rato, se escondió otro y, después de poner veneno para un regimiento, nos fuimos a dormir.
Al día siguiente nos había dejado el mensaje implícito de que el veneno se lo iba a comer mi abuela y que él prefería muchísimo más, dónde iba a parar, una caja de exquisiteces que mi hija le había regalado a su padre, sobre todo unas galletas inglesas riquísimas y unos bombones de licor como chupito fin de fiesta. Nos había engañado vilmente su aspecto de ratoncito frágil y recordé que una vez oí que algo así les pasa a los políticos, que les gusta ser como Mickey Mouse, tan encantador que la gente olvida que es una rata.
Nos dispusimos entonces a pasar a la acción. ¡Era la guerra! ¡O él o nosotros! Me fui a la ferretería del pueblo a por una ratonera y se les habían acabado. Pero las huestes en combate no se dejan amilanar por tan poca cosa y conseguimos una en casa de mi hermana. Éramos como el ejército del Abismo de Helm contra los orcos y los hombres salvajes de las Tierras Oscuras, pertrechándonos ante la batalla final. Una ratonera con un trozo de queso apetitoso era una trampa mortal. ¡Ja! ¡A por él!
Cuando a la mañana siguiente fuimos a ver el resultado, nos sentimos más bien como Tom (nosotros) y Jerry (él). Se había comido el queso y nos había dejado como recuerdo agradecido una cagada sobre la ratonera. Encima, recochineo. Culpa de nuestra inexperiencia: la habíamos puesto mal. Pero de los errores se aprende y letal fue nuestra venganza. Otra ratonera con otro queso más apetitoso puesta en un sitio más estratégico (detrás de la cesta de las papas en el suelo de la despensa) lo estaba esperando, jejeje (risa de bruja). Ese mismo día estábamos leyendo en la sala y, en el silencio de la tarde, resonó un ¡cataclac!. Y supimos entonces que "cautivo y desarmado el elemento ratonil, hemos alcanzado los últimos objetivos militares. La guerra ha terminado". Y no hubo clemencia, no. Metimos su cadáver en un balde de agua por si acaso y luego, como ejemplo para futuras incursiones, lo tiramos a los campos yermos, más allá de casa, de donde nunca debió haber salido.
A veces, en la vida, no todo es color de rosa y debemos librar cruentas batallas. A veces nos tropezamos con una dosis de realidad, qué quieren que les diga.

Pues en casa ha sido una invasión. Andaban ellos por detrás de los sillones delante de la tele y no me quedó más remedio que ponerles las trampas compradas en la ferretería pero con dulce de guayaba, porque el mejunje que dispone no les atrae tanto. Cayeron tres en una noche. Fuera, en las terrazas, armé una trampa vieja de madera con resortes comprada hace la tira de años en el mercado de La Laguna y ahí lo que cayó fueron unas hermosas ratas que debían ser las mamás y las abuelas de los de dentro. Todos para el contenedor. Me da cierta pena cargármelos, pero o ellos o nosotros. Un murgaño salvé porque la trampa lo trancó de refilón y no llegó a asfixiarlo.
ResponderEliminarUna cosa te digo, Isa, puede que haya alguno mas dentro de la casa. No suele entrar uno, sino en grupo. Mantén armada la trampa.