Imagínense que están en el corredor de la muerte (ya sé que es tétrico, pero haber elegido susto) y que les conceden un último deseo, el que quieran, sin cortapisas de ningún tipo... ¿Qué pedirían? ¿Un viaje maravilloso, asistir al concierto de tu ídolo, una noche de amor...? Yo me dejaría de tonterías, la verdad, y elegiría una última comida, opípara y perfecta.
Hace tiempo leí que una compañía de teatro fue a representar Historia de una escalera en la plaza de un pueblo en fiestas a las 8 de la tarde. Los vecinos llevaron sus sillas y la plaza se llenó. Parecía un público muy atento, pero sobre las 9 uno del pueblo irrumpió en mitad de la función y, sin cortarse ni un pelo, gritó: "¡Que ya están las migas!". Entonces todos se levantaron, recogieron sus sillas y se fueron pitando al local donde servían las migas, dejando a los actores perplejos. Y es que donde esté el comer, que se quiten todas las zarandajas intelectuales. Así que sí, mi último deseo sería disfrutar como un pachá de que otros cocinen para mí alimentos maravillosos, no pisar la cocina ni por el forro y encima poner condiciones para que nada falle.
La primera condición es el sitio. No vale un comedor de mala muerte, aunque parezca apropiado. No, no, tiene que ser un comedor desde el que se vea el mar, amplio y con pocas mesas; luminoso, que hay algunos que parecen un cuadro de Caravaggio y casi no se ve si es berenjena o huevo frito lo que hay en el plato; sin ruidos, sin teles, ni móviles ni nadie que esté cantando cerca, que podamos hablar sin gritar con los que nos acompañan. Porque eso también es una condición para mi comida perfecta: en una mesa redonda (no más de 10 personas), con platos y copas preciosos y mantel y servilletas de tela, con gente que quiero y me quiere y con la que se pueda hablar de todo, sin que nadie esté juzgando al otro.
Y luego, que el menú traiga los sabores que me han acompañado toda la vida y que me recuerdan momentos gratos: las tortillas de papas y los calamares en salsa que mi madre me preparaba cuando yo volvía de Madrid, el arroz amarillo de Mamá Lola, las empanadillas que hace mi hijo, las sardinas a la veneciana que me hacía mi marido cuando se jubiló, el arroz negro de mi yerno, el gazpacho de melón que me enseñó a hacer mi primo Mingo, el ganso de Suzana para celebrar San Martín, los montaditos de Sixto, la morena de El Chavique, las croquetas de Carmen María, las viejas que venían saltando del mar en Arrieta, el queso manchego, los patés y foies del Perigord, las langostas que cogía Domingo en La Graciosa bajando a pulmón limpio, los merengues y almendrados de abuela, la tarta María Victoria y las torrijas de mi consuegra Cristi, los hojaldres de La Punta... Y todo empezando naturalmente con un champán francés bien frío; después, si se tercia, con un buen vino de la tierra; y, al final, con un chupito de los míos.
Yo creo que con tanta condición y tanta vianda, el momento de la ejecución se irá alargando indefinidamente y se convertiría todo en unas mil y una noches culinarias. Y cada día se cumpliría el penúltimo deseo. El secreto de la felicidad a lo mejor es vivir cada día como si fuera el último.
Genial!!!! Me apunto
ResponderEliminarGracias, Inés. Eso sí, necesitaríamos siete vidas y una salud de hierro para pegarnos banquetazos así. Pero que nos quiten lo bailado... :-D
EliminarCasi nada!!!
ResponderEliminarNo propongo que nos unamos personas que te queremos para proporcionártela porque podría ser de verdad tu último deseo y nunca nos lo perdonaríamos 😂😂😂
El menú, maravilloso, la mesa y la compañía ideal, pero, pensando que me van a matar, se me cerraría el estómago y no podría probar bocado.
ResponderEliminarQue menú Increíble pero posible. El banquete final rodeada de los más queridos ……. Ummm t
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