La infancia es la raíz de lo que uno es. Y la mía fue una infancia feliz en la calle del Pilar, en Santa Cruz, en donde
viví en los años 50 desde los 2 a los 12 años.
Era una casa llena de gente, no sólo porque éramos cuatro niños, padres y
abuela sino también porque, al estar al lado del Consulado de Venezuela, por
ella pasaron tooodos los parientes y conocidos de La Palma, la tierra de mi
familia, que venían a arreglar papeles para emigrar allí. Nosotros la llamábamos
la Pensión Charo pero mi hermano, más bruto, hablaba de la Bernarda.
Nuestro escenario de juegos era la calle, una calle del Pilar sin coches, ¿se
la imaginan? Allí jugábamos al brilé en medio de la calle y, cuando venía un
coche, de pascuas a ramos, alguien avisaba: “¡Coche, coche!”. Recogíamos la
pelota, esperábamos que pasara y seguíamos jugando. Pero también jugábamos en la
placita de Ireneo González y en la Plaza del Príncipe, en donde los domingos
oíamos a las 12 a la Banda Municipal que tocaba en el templete y llenaba el
ambiente de un aire de fiesta. Y, claro, en el Parque, en cuyo carrito del
abuelo nos gastábamos religiosamente las 5 pesetas que nos daban de paga
semanal.
Los niños, ahora que lo pienso, teníamos una gran libertad para ir y venir.
Solos salíamos a la calle, íbamos al colegio (yo por la calle de la Amargura,
que ya no existe) y también a comprar a la venta. Había dos ventas cerca. Una
era la venta de Matías, un hombre gordo que cada vez que yo iba a comprar me
decía: “¿Qué se te ofrece, guayabito?” y nos ponía las cosas en cartuchos de
papel de estraza. Otra era el comercio de Don Cándido y de Doña Rosario. Yo
nunca supe por qué Matías no tenía el “don” delante. También, un poco más abajo,
en la calle Suárez Guerra estaba el estanco de Doña Montserrat, a donde iba a
comprar los colorines del Jabato y el Capitán Trueno, pero en el que nos dejaban
quedarnos sentados en un rinconcito leyendo otros colorines.
Ahora sé que mis padres pasaron apuros –era la posguerra- y también momentos
tristes. En esa casa murió mi abuelo al que yo adoraba, más joven de lo que yo
soy ahora. Pero no dejaron que los niños notáramos gran cosa. Sólo recuerdo la
casa llena de gente y no los llantos ni el luto. Y, cuando pienso en esa etapa
de mi vida, lo que me viene a la mente son imágenes alegres: todos en la azotea
con cristales ahumados viendo el eclipse solar y oyendo a los gallos saludar a
un alba falsa; o en el patio de la casa cogiendo langostas durante una plaga
para meterlas en un frasco de cristal y llevarlas al colegio; o comprando
churros para el desayuno del domingo, al lado del Parque recreativo, después de
la misa.
A estas alturas de mi vida, siempre que vuelvo la vista atrás, tengo la
sensación de una vida dividida en etapas que coinciden con momentos
determinados. Primero, la infancia; después, ésta se acaba y empieza la
adolescencia, esos cinco años de turbulencia y desorientación; la juventud son
los años de universidad y de volar lejos; la madurez es la llegada de los hijos
y del trabajo; y ahora, con la jubilación, la vejez o tercera edad para decirlo
más suavemente.
De repente a los 12 años nos mudamos de la calle del Pilar al barrio del
Toscal. Sólo era un poco más allá pero en ese momento sé que se acabó mi
infancia y comenzó la adolescencia. Mi abuelo, el poeta, terminaba la poesía que
nombré en una entrada al blog anterior (“Cartas
del más allá”), titulada “Infancia”, con estos versos:
“¿Quién descolgó mi columpio
de dos fúlgidas estrellas?
No lo sé.”
(La foto de la calle del Pilar es de la FEDAC (1948) El edificio que se ve es el de la Lucha, en la esquina de la calle Suárez Guerra. En el bajo, estaba el estanco de Doña Montserrat. Yo vivía más arriba, cerca del Parque.
Las otras dos fotos son de la Plaza del Príncipe y del Parque, mis "patios de juegos". La primera es de la web todocolección.net y la segunda de vamostenerife.com)
Las otras dos fotos son de la Plaza del Príncipe y del Parque, mis "patios de juegos". La primera es de la web todocolección.net y la segunda de vamostenerife.com)
Estupendo. Besos.
ResponderEliminarPili, me alegro de que lo hayas leído porque tú compartes conmigo los recuerdos, los brilés de la calle del Pilar y las idas y venidas al colegio por la calle de la Amargura. Mi casa todavía sigue existiendo, pero no la tuya, que estaba al lado y era mucho más bonita. Da pena lo que se ha perdido pero es bueno tenerlo en la memoria. Un beso.
ResponderEliminarEl fotógrafo sacó varias fotos ese día en el Parque
ResponderEliminar(Foto de Juan Alayón)
Gracias, Juan. Las fotos están muy bien para la época (años 30). Estuve buscando quién fue el fotógrafo para darle al césar lo que es del césar pero sólo puedo poner la página web en que la encontré.
ResponderEliminarYo también dejé mi infancia a los 12 años Isabel. Me ha encantado. Que suerte poder leerte. Besotes.
ResponderEliminarGracias, Violeta.
ResponderEliminarDejar la niñez es soltarnos de la mano de tu padre o de tu madre, un proceso que duele a ambas partes pero que es necesario (y que afortunadamente no dura mucho)Una vez leí (David Brainbridge)que la adolescencia es el gran momento de la vida de todos los animales superiores, la erupción del volcán interno (¡fíjate!) que dará paso nada menos que al esplendor de la madurez. Y aquí estamos, pasando etapas a cual más esplendorosa :-D
Hola, Isa, me ha gustado este blog, porque me has hecho recordar esas etapas de mi vida, que se va acabando, aunque de forma gozosa, pues ahora la felicidad nos viene de la paz interior, del disfrutar de hacer lo que nos gusta, sin prisas, sin presiones...y, por supuesto, de amar de formas muy distintas a seres diferentes, con la experiencia de la edad madura, pero con el corazón joven y despierto para que no se nos escape nada. Un beso enorme.
ResponderEliminarAsí me siento yo también, Milo. La madre de un amigo mío, con sus 80 y pico años, le decía: "Y si vieras que yo, por dentro, me siento igual que cuando tenía 20 años..." Porque es verdad, hay achaques, y vivencias, y personas que antes no estaban y que ahora son fundamentales en tu vida. Hay cosas distintas pero sigues siendo tú y eres más sabia.
ResponderEliminarCopio de Marsé: "Así, con el tiempo y casi sin darme cuenta, el escenario vital de mi infancia se me fue convirtiendo poco a poco en un paisaje moral, y así ha quedado grabado para siempre en mi memoria".
Un beso.
Buenos tiempo aquellos en los q desde pequeños nos mandaban a la venta por cualquier cosa sin pensar en ningún peligro de los que ahora asustan tanto. Jugábamos en la calle en la que pasaba un coche muy de vez en cuando. Y los niños se relacionaban en juegos de equipos. No había juegos individuales. Disfrutamos de la niñez con alegría.
ResponderEliminarSí, Carmen Delia, fuimos afortunadas por vivir en un tiempo sin sobresaltos. Y es verdad lo que dices de los equipos. Aunque me acuerdo de jugar sola o con mi prima Mª Elena a los recortables, la mayoría de las veces eran juegos de equipos: al escondite (en la calle), al pañuelo, a pírdula, a una cosa que se llamaba la torre en guardia, a indios y vaqueros... Así de felices deberían ser todas las infancias del mundo, no como los horrores que vemos últimamente en las noticias.
ResponderEliminar(Hace 4 años)
ResponderEliminarBello, tierno y entrañable post, querida Jane. Coincidimos en los recuerdos, aunque en zonas diferentes: los poquísimos coches, el brilé, las ventas, los cristales ahumados, los colorines, las langostas... Por fortuna, no pasé por momentos tristes como los tuyos. Enhorabuena por lo que has vivido y por lo que te queda por vivir.
Gracias, Cehachebé. Me encanta cuando nos reunimos y cada una aporta un recuerdo para hacer este mosaico multicolor que fue nuestra infancia. Un beso.
ResponderEliminarMe has vuelto a emocionar Jane.
ResponderEliminarCuánta belleza y paz consigues transmitirme, de verdad.
El auténtico privilegio en esta vida, es tener una infancia feliz.
Tienes razón y doy gracias por ella, aun cuando soy consciente ahora de que nos faltaban muchas cosas. Ayer leí que Woody Allen decía que, cuando pensamos en el pasado, sólo pensamos en el lado bohemio, no en lo que sería ir al dentista sin novocaína. Pero pienso que entonces teníamos lo principal: mucho cariño, compañía (a veces demasiada), un sitio agradable en que vivir y sentido del humor.
ResponderEliminar(Hace 4 años)
ResponderEliminarJane: Hermoso por demás, tu escrito. Nuevamente me llevaste a recorrer esas calles de mi niñez. Las recuerdo claramente. También acá, en la Caracas de finales de los 50, caminaba uno libremente CON SEGURIDAD por sus calles y usaba sus parques y plazas como algo propio. Es verdad que nos faltaron muchas cosas pero estoy seguro que fueron el pistón que movió nuestras inquietudes para ser lo que hoy somos. Un gran abrazo y gracias por estar ahí. Sabes?, deberían nombrarte Cronísta Ayudante -al menos- de la ciudad. Voto por ello. A cuidarse, pues.
Gracias, Agroteide, es un gran honor que me veas apropiada para ese puesto de Cronista Ayudante, pero, la verdad es que, una vez jubilada ¿quién quiere nombramientos? Que se peleen los otros. Me basta con que recordemos juntos el pasado, disfrutemos del presente y el futuro... ya se verá.
ResponderEliminarMe imagino que vendrías al lado de mi casa cuando te fuiste a Venezuela. Era en la calle del Pilar, 21 y el Consulado estaba en el nº 25. Era un Santa Cruz muy chiquito, muy pueblo todavía, pero agradable, al menos para los niños. No lo echo de menos pero me gusta haberlo vivido.
Un abrazo.
(Hace 4 años)
ResponderEliminarHola Jane. Te parecerá increíble, pero creo que tengo una anécdota relacionada con tu casa de la calle del Pilar. Creo que la dueña de casa se llamaba Rosario, no estoy muy seguro. Bueno las cosas ocurrieron así: Estabamos un grupo de muchachos por esa via, habíamos salido del Colegio en la Calle Jesús y María e ibamos hacía el Muelle a ver unas embarcaciones de la Armada, entre ellas, el Juan Sebástian Elcano . De pronto uno de ellos se desmayó y de una casa cercana a la del Consulado salió una Señora, Rosario, a asistirlo. De inmediato ordenó a alguíen que trajeran una taza con agua de toronjíl y mi compañero medio atolondrado exclamó, Que le echen gofio !. Las ganas de comer o simplemente hambre, no tienen horario. El protagonista vive en la provincia de Mendoza, Argentina y juntos hemos recordado esta vivencia pues está de visita en casa. Un gran abrazo y todo mi respeto y consideración
Pues no me extraña nada que haya sido mi madre, que se llamaba Rosario, aunque todos la conocían por Charo. Era típico de ella correr a ayudar a un desmayado y también era famosa por su afición a las agüitas, que lo solucionaban todo. Si fue ella, seguro que se rió un montón con el golpe del gofio porque tenía mucho sentido del humor.
ResponderEliminarQue disfrutes con tu amigo. Buenos momentos son esos, donde los haya. Un abrazo.