lunes, 26 de agosto de 2024

A Dios pongo por testigo



Una de las ventajas de hacerse mayor es que una se deja de tonterías. Y entre esas tonterías están las dietas. Lo comentaba el otro día con amigas y hay que ver la cantidad de dietas extrañas y "milagrosas" que a veces seguimos en la vida. 

Recuerdo una vez que le dio a todo el mundo por tomar solo sopa de cebolla y apio (¡puaff!), o el jugo de piña como principal alimento; o 12 vasos diarios de un mejunge que al parecer tomaba Beyoncé, a base de limonada, jarabe de arce y pimienta cayena. También sé de gente que en una temporada solo comía potitos de bebé, unos 14 al día y ya está. O comer solo carne, fuerte aburrimiento. Mi amiga Cae llamaba "el soponcio" a un guisote de cebollas, tomates y col que luego molía en la batidora y podías comer todo el que quisieras durante 7 días, al final de los cuales te permitían como una gracia especial comerte un huevo duro. Ella cuenta que solo aguantó 2 días y al 2º ya quería pegarse un tiro. ¿Y qué me dicen de la dieta de un solo color, el primer día alimentos todos blancos, el siguiente rojos, y luego verdes, naranjas, morados, amarillos y por último, un arco iris? Qué bonito, oye, pero qué necesidad.

Porque es que, además, haces una dieta, bajas peso y, al tiempo, vuelves a subir, el efecto yo-yó que le dicen. Lo mejor, lo sabemos bien, sería tener un buen metabolismo, como le pasaba a mi primo Mingo, que comía como una lima y no tenía ni un gramo de grasa, siempre delgado como un junco. Con razón tengo amigos que eso es lo que le piden a los reyes magos: ¡un metabolismo!

Y todavía mejor -y eso es lo que se aprende con la edad, además de comer de todo con moderación- es quererse a uno mismo. Me ha encantado la postura de dos personajes célebres respecto a su peso. Una es Nicola Coughlan, la actriz que interpreta a Penélope en Los Bridgerton, que cuando una reportera le dice que se necesita valentía para interpretar a personajes con un cuerpo "no normativo", ella le contestó con sorna que es lo que tiene pertenecer a la comunidad de mujeres con tetas perfectas. Y otra es la waterpolista Paula Leitón que, ante las críticas por su peso -que, por cierto, le resbalaban después de ganar un oro olímpico- dijo: "Sé cómo es mi cuerpo y lo quiero muchísimo".

Así que, amigas, a estas alturas de la vida ya hemos aprendido unas cuantas cosas:

Que uno de los grandes placeres de la existencia, que no hay que dejar que nos quiten por nada, es el comer y el beber bien: un pescado superfresco, asado perfectamente a la espalda, unas papitas arrugadas, un vaso de buen vino de la tierra... y dan ganas de volvernos poetas como Browning y decir aquello de "Dios está en el cielo y en el mundo todo marcha bien".

Que a no ser que Rubens se reencarne y vuelva a poner de moda las curvas voluptuosas y los michelines, mejor nos conformamos con lo que tenemos. Después de todo mi abuela siempre decía que nunca había oído lo de "¡Qué bonitos huesos!", sino "¡Qué bonitas carnes!".

Y que, si no queremos aburrirnos de comer porquerías y siempre lo mismo, de estar famélicas porque solo hemos tomado en el día verduritas y aguachirres, nos hagamos a nosotras mismas, tal como si fuéramos Scarlett O'Hara al final de Lo que el viento se llevó (en la imagen), un juramento sagrado levantando el puño hacia el firmamento y gritando: "¡A Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre!"

lunes, 19 de agosto de 2024

Aquellos y estos veranos


El País, durante el mes de agosto, está dedicando su última página a que diversas personas del mundo de la cultura evoquen "aquel verano" que sobresalga del fondo abigarrado de todos los veranos de nuestra vida. Leo a Juan Luis Arsuaga hablando del verano "que caminé hacia lo salvaje" (aunque lo único "salvaje" que hizo fue acampar en un cementerio); a Elvira Lindo que cuenta su "primera rebeldía"; a Jacobo Benareche "cuando me dejó Carolina" y lloró, mocos y gemidos, pero se consoló descubriendo que tenía "una buena historia en la que contar mi dolor"; a Jorge Valdano, el verano "de unos tipos devenidos en héroes" en el Mundial de México de 1986; a Rodrigo Cuevas, "que no sabía que sería el verano de mi vida" ("siempre desnudo, siempre lleno de arena, siempre sin pantallas"); a Andoni Luis Aduriz, "en busca de su identidad" en un campamento con juegos inventados, noches en tiendas de campaña, risas bajo las estrellas, zambullidas en el río, fogatas nocturnas... Hay veranos de viajes especiales (a China, a Japón, a París...) o de amores encontrados. Y hay veranos de pérdidas.

Quiere, además, la casualidad que estos días me esté leyendo una novela muy bonita, "Azul salado" de Marta Simonet, que es un canto de amor precisamente a aquellos veranos de su isla: una lectura curiosa, intrigante con un toque romántico y sobre todo sensual, llena de aromas y sabores de su Mallorca natal.

Por eso, llevada por estas lecturas, echo la mirada atrás y busco, yo también, algunos de mis veranos "especiales": ¿El verano del 65 en Bajamar, con 17 años, antes de empezar la carrera, lleno de citas, verbenas, baños, amigos que aún perduran, juegos y conversaciones por las noches en el banco frente al "Sheriff"? ¿O el del nacimiento de mi hija en el 72 cuando empecé a aprender el difícil oficio de ser madre? ¿O cuando en el 78 compramos el solar en el que ahora está nuestra casa y nos pasamos las vacaciones proyectándola y soñándola? Creo que todos los veranos han tenido algo diferente y único y que sería difícil elegir uno solo.

Pero este verano de 2024, el que vivimos ahora, no desmerece a los demás. Podemos elegir un día cualquiera de ejemplo: el día de la Virgen de agosto, el 15, día en que medio mundo va de peregrinaje a Candelaria por las rutas antiguas de la isla, caminando bajo las estrellas, mientras que el otro medio abarrota playa, montes y calles. Ese día yo elijo quedarme en casa, levantarme tarde y desayunar con calma, viendo las nubes bajar desde las montañas de Guamasa, derramándose sobre el valle. ¡Benditos alisios, que nos preservan del calor y nos permiten dormir bien! Todo es silencio alrededor, solo los pájaros y, de vez en cuando, el ruido lejano de un avión que sale de Los Rodeos.

Paso la mañana leyendo y, a la hora de la comida, decido hacer uno de mis platos preferidos, los calamares en salsa de mi madre. Cuando volvía de vacaciones a casa, en los tiempos en que estudiaba fuera, ella siempre me los tenía preparados, y hoy, el viejo recuerdo me hace añorarlos y prepararlos al estilo de ella. Pelo tomates, cebollas y ajos y, molido todo y en crudo, se lo echo a los calamares. Corto en la huerta un buen manojo de perejil y de tomillo, majo unos granos de pimienta negra y echo también al caldero pimentón, laurel y un pimiento morrón verde en lascas. Su vino y su aceite y al fuego, a burbujear y a dejar la casa oliendo a hogar (y a calamares).

Paso la tarde con mis nietos pequeños jugando al rummy y viendo una peli, y cenamos al fresco pizza casera, en el porche del patio ante una luna llena. Este día de verano, sencillo y feliz, resume todos los demás: estamos aquí, vivos y asomados a este mundo que, todavía a pesar de la edad, nos puede traer momentos sorprendentes y sabores antiguos y nuevos ¿Por qué no?

Dormimos en paz.

lunes, 12 de agosto de 2024

De mi casa se ve el mar



Cuando yo estudiaba en aquellos lejanos tiempos de los años 60, en mi Colegio Mayor había un buen grupo de sudamericanas de las que las canarias nos hicimos amigas enseguida por aquello de la afinidad. Y siempre nos llamó la atención que Mirta, la boliviana, cada vez que se cruzaba por el pasillo o por donde fuera con las chilenas, les decía: "¡Devuélvannos el mar!". Por ella nos enteramos de que Bolivia perdió la salida al mar tras la Guerra del Pacífico (1879-1884), en la que al final Bolivia tuvo que ceder a Chile el desierto de Atacama que daba acceso al Pacífico. Desde entonces hasta hoy (casi un siglo y medio más tarde), Bolivia sigue dale que te pego solicitando en todos sitios (hasta en los pasillos de un Colegio Mayor) esa ansiada devolución.

A mi pueblo, Tegueste, le pasa lo mismo que a Bolivia, que no tiene salida al mar, solo que en nuestro caso está rodeado por todas partes por La Laguna. Pero nosotros no protestamos ni reclamamos a la Corte Internacional de Justicia de La Haya, ni vamos por la calle diciéndole a todos los laguneros que veamos: "¡Devuélvannos el mar, so ladrones!". No, no. Los teguesteros están conformes con la situación por tres razones:

Una, Tegueste no tiene mar, pero desde aquí se ve el mar, un horizonte que nos abraza. En la imagen inicial se ve al fondo, un poco calimoso hoy pero ahí está, desde la azotea de mi casa (fue una condición que puse cuando buscamos un sitio donde vivir). Y como para celebrarlo, Tegueste en sus fiestas saca a pasear barcos en carretas tiradas por bueyes, reforzando su condición marinera a pesar de todo y recordando tal vez aquellos tiempos en que veían velas en el mar y se preparaban para posibles ataques de piratas.

Dos, es estupendo que el mar esté solo a 10 minutos y que, encima, se lo cuiden otros. Un periodista deportivo provocó risas y rechiflas cuando dijo que Pedri (que es teguestero), al debutar en la Selección española de fútbol, lo haría "como si te tomaras un vermut en la playa de Tegueste". Bajamar, La Punta del Hidalgo, Jóver... son "las playas de Tegueste" (que pertenecen, claro, a La Laguna), rocosas, eso sí, salvo El Arenal, pero para mí maravillosas con sus calas y piscinas naturales de agua clara y olor a algas. Desde el siglo XIX, La Laguna, igual que Eva la de Adán, está tentando a Tegueste con la manzana de la anexión, pero los teguesteros siempre han dicho que no, que una separación es muy bonita.

Y tres, los teguesteros encima presumen de que nunca tendrán playa ¿Para qué si prácticamente la tienen al lado? Un grafiti (firmado por @betoalaboquilla) en la pared del campo de fútbol a la entrada del pueblo lo proclama: "Bésame hasta que Tegueste tenga playa". Toda una declaración de intenciones que a mí  qué quieren que les diga, me parece una actitud más sabia que la de los bolivianos.




lunes, 5 de agosto de 2024

Siempre hay una primera vez



Leí una vez que las primeras veces están sobrevaloradas, que en muchas ocasiones se recuerdan borrosas y que para un niño o un joven no significan nada porque uno piensa que esa fuente, como todas las demás, no se va a secar nunca. Pero el fallo de ese razonamiento es pensar que las primeras veces están reservadas solo a la infancia o la juventud. Lo asombroso de la vida es que, aunque se llegue, como yo, a una cierta edad (¿se han fijado que nosotros, los mayores, somos los que tenemos "una cierta edad"?), siempre, siempre hay lugar para las primeras veces.

Esta semana tuve una de esas primeras veces. Por primera vez presenté una exposición de pintura y lo hice en el Club Náutico de Bajamar (imagen inicial).  Ya había presentado libros, ya había presentado a autores que venían a dar una conferencia al Instituto... pero yo, que no soy especialista en arte, nunca me había metido en semejante berenjenal. Pero el pintor, Quico Purriños, fue uno de mis primeros alumnos hace ya 52 años y es ahora un amigo muy querido y ¿quién le dice que no? Así que hablé de que, por lo menos, tuve un excelente profesor de Arte en la carrera, Don Jesús Hernández Perera, que me enseñó a mirar y a disfrutar de una obra de arte; rememoré mis domingos por la mañana en Madrid cuando iba al Museo del Prado a sentarme ante El jardín de las delicias de El Bosco o los grabados de Goya, y les dije a los oyentes que mi criterio en una exposición es pararme ante un cuadro que me transmita algo -paz, inquietud, serenidad, curiosidad...- y decirme a mí misma. "Pues oye, este cuadro no me importaría llevármelo a casa, ponerlo en tal sitio y no cansarme de contemplarlo jamás" (ante lo cual Quico anunció: "Están en venta, eh"). Hablé de la genialidad creativa de Quico, de la libertad de hacer una obra a la altura de nuestros sueños y de la pasión que le pone. Y hablé de nosotros, los espectadores, que terminamos la obra que él empieza y le añadimos nuestras expectativas, sueños y deseos, nuestras luces y sombras.

Lo bueno de esta primera vez, además de estar en un ambiente cómodo, rodeada de gente agradable y hasta de antiguos alumnos que no había visto en muchos años (¡Qué alegría, Pepe, Antonio, Beatriz, Pedro...!), es que te convences de que cualquier edad es buena para primeras veces. Mi hija (51 años) acaba de hacer un viaje por primera vez a Malasia; mi hermana (71 años) ha visto por primera vez las impresionantes fuentes del Nilo en Uganda; mi nieto (19 años) se prepara para su primera experiencia en voluntariado. Y no hay nada como esa primera vez, sea la que sea, ni siquiera las segundas veces. Nadie nos quita la bisoñez, la curiosidad, la inocencia con las que afrontamos las primeras veces.

Así que les deseo un verano lleno de primeras veces. La primera vez que vean el rayo verde al atardecer, la primera vez que vean una película que nunca olviden, la primera vez que escuchen una música que les llegue al corazón, la primera vez que vean, qué sé yo, el Partenón, por ejemplo, o el David de Miguel Ángel.

Ah, y si no han visto la obra de Quico, pásense por el Club Náutico de Bajamar. Estará expuesta hasta el  25 de agosto. Es creativa y original y el entorno es precioso, frente al mar infinito del norte. Tal vez allí vuelvan a sentir la emoción de toda primera vez.

 

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