lunes, 24 de febrero de 2025

La fin del mundo



Mi prima María Elena tenía una vecina, Fefa se llamaba, que se pasaba la vida pronosticando "la fin del mundo", así en femenino, como si todas las desgracias fueran de ese género. Y ahí entraba todo: cometa Halley, cambio de siglo, predicciones de los mayas y todas las catástrofes y hecatombes habidas y por haber.

Si Fefa, esté donde esté, supiese lo del asteroide 2024 YR4 que, según las agencias espaciales y los astrónomos, a lo mejor chocará con la Tierra el 22 de diciembre de 2032 (recuérdenme no comprar lotería de Navidad ese año), igual sentiría que toda su vida y su misión de agorera estarían totalmente justificadas: al final, la fin del mundo está, como quien dice, ahí mismito, a la vuelta de la esquina.

Según la NASA, la probabilidad de que el asteroide de las narices (entre 40 y 90 metros de diámetro se especula que tiene) nos espachurre ha subido al 3,1 %, cuando a principios de mes el riesgo rondaba el 1,2%. La cosa es para sentirse como Tintín en La estrella misteriosa cuando ve una luz muy potente en el cielo que cada vez se acerca más y más. "Sí, este bólido va a chocar contra la Tierra", le dice el Director del Observatorio. "¡Santo cielo! Entonces ha llegado...", dice, consternado, Tintín. "¡EL FIN DEL MUNDO, SÍ!", contesta el Director. O por lo menos, el fin de un mundo ¿No desaparecieron los dinosaurios hace 66 millones de años precisamente por el impacto de un asteroide?

¿Qué haríamos si, cerquita de 2032, nos dijeran que las probabilidades del gran impacto subieron al 100%? A esta pregunta los hay que tienen lo que yo llamo la respuesta avestruz: esconderse donde sea, mientras el mundo externo se desmorona. Como el grupo de supermillonarios que, bajo las praderas de Kansas, se han construido un refugio de lujo con apartamentos de más de dos millones de dólares, piscina, biblioteca, sala de cine y una granja interior que puede abastecer a 70 personas durante 5 años. O como aquellos que, cuando los mayas profetizaron el final en el año 2012, se fueron al Languedoc a esconderse en las cuevas y pasadizos subterráneos del pico de Bugarach, que algunos piensan que son obra de los cátaros o de los extraterrestres, fíjate tú.

Están también los que piensan , como El Roto en su viñeta de hace unos días, que "el meteorito que quizás destruirá la Tierra está habitado por nosotros" (en el más puro estilo sartriano de que "el infierno son los otros"). También Irene Vallejo, recordando la silueta semienterrada de la estatua de la Libertad al final de la película "El planeta de los simios", dice que "la posteridad depende del uso que damos hoy a nuestra libertad y que el auténtico cataclismo -y su posible solución- somos nosotros".

Yo haría lo que otros muchos han pensado si el cielo cayera sobre nuestras cabezas, como temían los galos de Astérix: me sentaría en la terraza, viendo la tarde (o el meteorito) caer, a tomarme un café (o, ya puestos un chocolate con churros o un gin-tónic, y a la porra la contención); o quedaría con familia y amigos (que cada uno traiga algo para acompañar el champán que pongo yo) para comentar lo que vivimos en ese momento.

Y, cuando ya el instante haya pasado sin que se moviera ni una sola hoja de un árbol, brindaría por el gran Montaigne que dijo aquello de "Mi vida ha estado llena de terribles desgracias la mayoría de las cuales nunca existieron". 

lunes, 17 de febrero de 2025

La banda sonora de la vida



En una novela de Kureishi, un niño pregunta: "¿Papá, para qué sirven las canciones?". Y el padre responde: "Para que seas feliz aunque sea por unos minutos". Yo tengo que reconocer que en este principio de año la música me ha hecho feliz bastante más que unos minutos.

Por un lado, convencí a mi marido para que entrara, aquí en el pueblo, en un grupo de pulso y púa para seguir tocando la guitarra que había descuidado desde la pandemia. Y ahí me tienen cada semana disfrutando (y hasta cantando bajito para que no se note) en los ensayos en los que 20 y pico personas, ya con la vista puesta en las próximas romerías, tocan y cantan isas, folías, berlinas, polkas y todo lo que el folklore ofrece.

Por otro lado, los Reyes Magos nos regalaron una entrada al concierto de los chelistas de la Filarmónica de Berlín y fue una noche de las de recordar: versiones mágicas de melodías de siempre como La Strada, Caravan,  Sous le ciel de Paris, Yesterday, La vie en rose... ¡Precioso!

Además, fui por primera vez en mucho tiempo ¡a un baile!, con un grupo de amigos de mi quinta en el que bailamos, como si no hubiera un mañana, desde el bolero "Es la historia de un amor" hasta lo de "A quién le importa lo que yo haga, a quien le importa lo que yo diga, yo soy así, y así seguiré, nunca cambiaréééé...".

Luego, tengo la suerte de tener amigos que, en lugar de mandar por wasap panfletos sobre lo mal que anda el mundo, me han enviado estos días maravillosas canciones que me alegran el día con la música de los clásicos y la voz de los grandes.

Y además, vi de nuevo estos días (la he visto un montón de veces) la película Yesterday, que habla de un universo paralelo en el que no existieron Los Beatles y solo hay una persona que recuerda sus canciones y las canta y se hace famoso, claro. Cuando encuentra a otras dos personas que también los recuerdan, él espera que lo denuncien pero ellos le dan las gracias "porque un mundo sin Los Beatles es infinitamente peor" (perdón por el spoiler).

Lo mismo podríamos decir de la música: la vida sin ella, ya lo decía Nietzsche, sería un error, no tendría sentido. Es su banda sonora, el "remedio de los males, inagotable fuente a escanciar cada día..." (Marilina Rébora). Y es una de las cosas que no necesitan traducción y que podemos encontrar por todas partes.

Hay música en el viento, cuando mueve las ramas.

Hay música en las olas con su ritmo pausado y a veces melancólico.

Hay música en el canto de pájaros al alba e incluso la hay en cantos de ballenas que vagan por los mares lejanos.

Y Lorca nos decía que la lluvia despierta una música humilde "que hace vibrar el alma dormida del paisaje".

Lo último que oí es que, desde el espacio, más allá de planetas, de soles y de lunas, los astrónomos oyen un trino misterioso (ondas coro lo llaman), que llega hasta nosotros. ¿Tendría razón Pitágoras cuando hablaba de músicas celestes y oídos atrofiados?

Hace muchos años, en una visita a Praga, descubrimos que en un café cercano iba a cantar Diana Krall. Fuimos a verla y estaba llenísimo, nos sentamos donde pudimos y fue una experiencia especial y sorprendente. Aparte de la música, de su increíble voz y su presencia, lo que más recuerdo es cómo nos miramos y nos sonreímos todos los que, al terminar, estábamos a su alrededor, como si, después de compartir un momento único, despertáramos de un sueño fantástico.

La música tiene ese poder. No puede cambiar el mundo pero nos une a todos y reconforta nuestras vidas. Y eso nos hace felices.

lunes, 10 de febrero de 2025

¡Luz, más luz!




El viernes por la noche, sobre las 9 y pico, se nos fue la luz. Estábamos viendo mi marido y yo la película Su juego favorito (ya saben, aquella de Rock Hudson en la que él, una autoridad en pesca con libros publicados y todo, confiesa que no ha pescado en su vida), cuando de repente la tele y la casa entera se quedaron completamente a oscuras. Y, al mirar por la ventana, tampoco tenían luz las casas de alrededor ni el pueblo allá en la carretera, solo iluminado por los faros de los pocos coches que pasaban.

Cuando ocurren estas cosas, la primera reacción es clamar, como Goethe en sus últimas palabras, lo de "¡Luz!¡Más luz!". Y, por supuesto, la segunda es buscar en la despensa el surtido de palmatorias, velas y linternas que una siempre guarda por si acaso.

La electricidad es algo tan natural en nuestras vidas que lo damos por hecho. Es el Dios contemporáneo, siempre presente, brindándonos no solo luz y calor, sino también comunicación con los demás (descubrí con horror que mi móvil cuando se fue la luz solo tenía 6% de batería), imágenes, distracción, protección. Pero todos nosotros, los mayores, recordamos tiempos en que no era tan normal y segura, sobre todo en los pueblos. Son recuerdos de mi niñez el cenar, en los veranos de Los Realejos, muchas veces a la luz de un quinqué; ver en Los Sauces a la gente bajando por La Calzada con linternas cuando venían de la fiesta en la Plaza y, en las calles mal iluminadas, los cigarrillos encendidos y el resplandor trémulo de una vela tras las ventanas. Y, más tarde, en el 82, la primera vez que fui a La Graciosa, la luz tampoco estaba asegurada. Había un motor que se apagaba puntualmente a las 12 de la noche y todos los que a esa hora estábamos sentados a la fresca en El Palo (un tronco que el mar había traído y que servía de banco) nos quedábamos a la luz de las estrellas y de alguna linterna ocasional.

No, la luz no es algo sobreentendido en nosotros. Por eso nos asombra en los animales y organismos que la poseen de un modo congénito: en el plancton que resplandece en algunas bahías del Caribe; en los chispazos de luz verdosa que se apagan y encienden en los bosques de Indonesia; en los escarabajos ciegos que viven allá, en lo más profundo de la oscuridad, pero que tienen en las cabezas unas puntas redondas, rojas y brillantes; en las medusas transparentes que irradian luz; en las luciérnagas que, al principio del verano, iluminan los bosques; en los corales submarinos que resplandecen como altares de oro; en las criaturas marinas microscópicas que captan la luz del sol y la emiten de noche... Nos maravilla que en ellos sea algo tan propio y natural (la bioluminiscencia la llaman) que no tengan que pagar por ello, como nosotros. Y nos frustran los apagones que sufrimos porque nos recuerdan que somos dependientes y que en cualquier momentos podemos perder lo conseguido.

Al final, no ocurrió como en aquella frase, tan bella y sugerente; de George Elliot en Middlemarch: "Finalmente, la luz de la mañana apagó la luz de las velas". No, en nuestro caso estas se apagaron cuando se gastó la cera una hora después y la luz volvió a las 12 de la noche, cuando yo ya me había dormido. Tuve que levantarme para ir apagando la tele y todo lo que había dejado encendido. 

Después, cuando volví a la cama y ya iba cogiendo el sueño otra vez, me vino a la mente, no sé por qué, la frase de Lewis Carroll, el autor de Alicia en el país de las maravillas, que, curioso y asombrado, escribió: "Me gustaría saber cómo es la luz de una vela cuando está apagada".


lunes, 3 de febrero de 2025

Que llueva, que llueva...



Ha llovido serenamente estos días. Alguna noche me he dormido con el claqué de las gotas bailando en la claraboya del pasillo. Y, por las mañanas, al desayunar, me relaja esa lluvia mansita que puntea los charcos del patio, tras el cristal de la puerta de la cocina, y que ven en la imagen.

La lluvia siempre es bienvenida en la isla. Bueno, menos por los turistas sedientos de sol y por las señoras que salen de la peluquería sin paraguas.  Pero a mí particularmente me encanta ver la huerta mojada, absorbiendo todo lo que el cielo tiene a bien mandarle. Las hojas de los árboles brillan, los pajaritos cantan, las nubes se levantan... Nunca una canción retrató tan bien la realidad. Porque, aparte de que la Virgen se mete en la cueva (y lo mejor que hace), los demás, si podemos, también nos encerramos en casa, a resguardo del frío y del agua.

Y en esas he estado yo, aprovechando el ocio y el calorcito del hogar, mientras afuera cae la lluvia. Inevitablemente me pongo a recordar antiguos refranes y máximas acerca de la lluvia que los mayores decían cuando yo era pequeña. Parecían profetas del tiempo, oye. Probablemente, en aquellos tiempos en que no existía Internet y no había tanta predicción meteorológica fiable, ellos miraban mucho más que nosotros el cielo y lo interpretaban ¡y acertaban! Después de todo, los campesinos y marinos dependían de esos conocimientos para sobrevivir.

Busqué y descubrí (y comparto con ustedes porque soy así de generosa) que es señal de lluvia pronta el anillo que vi hace poco alrededor de la luna, el cielo aborregado, un arco iris al oeste por la mañana, el croar más fuerte de las ranas antes de que empiece a llover. Encontré que es verdad que, antes de una tormenta, las golondrinas y los murciélagos vuelan más bajo que de costumbre (y también el grajo que predice ese frío que ustedes saben). Y el refrán "Arreboles de la mañana, a la noche son con agua; arreboles de la noche, a la mañana son con soles", cuyo origen se remonta al Nuevo Testamento, también es la pura verdad. Esos atardeceres rojos tan preciosos predicen el buen tiempo, mientras que si son amaneceres, cojan el paraguas por si acaso.

A mí siempre me ha hecho gracia el recuerdo de mi abuela cuando decía que iba a haber tormenta porque le dolían los callos. ¡Pues era cierto! Un descenso brusco del barómetro puede aumentar la presión gaseosa en torno a un hueso dolorido o a la raíz de una muela picada y provocar molestias y dolor. A la tele tenían que haber llevado a mi abuela como Mujer del Tiempo (y yo me podría haber ahorrado la sonrisita condescendiente).

Esta investigación mía que unas tardes lluviosas han propiciado me trae a la mente dos "nunca": "Nunca te acostarás sin saber una cosa más" y "Nunca un ordenador podrá sustituir el olor de la tierra mojada después de llover" (Miguel de la Quadra Salcedo). Y un poema de Lorca: "La lluvia tiene un vago secreto de ternura, / algo de soñolencia resignada y amable, / una música humilde se despierta con ella / que hace vibrar el alma dormida del paisaje".

Sigamos deseando siempre el que llueva, que llueva de nuestra niñez y rezando la oración que decía Máximo: "Mándanos, Señor, agua para los campos. Pero con cuidado que siempre te pasas".

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