martes, 29 de junio de 2010

Reloj, no marques las horas.




Se dice que, cuando te jubilas y el tiempo ya no tiene mucho sentido para ti, entonces van tus compañeros y te regalan un reloj. Los míos tuvieron el tino de no hacerlo pero debe ser verdad porque, sin ir más lejos, a mi marido y a muchos amigos se lo han regalado.

En lo que no estoy de acuerdo es en lo de que el tiempo ya no cuenta. El tiempo se las arregla para seguir contando, aun cuando, como yo, me deje ahora muchos días olvidado en la mesilla de noche mi reloj, un reloj pequeño de plata, no digital, de los de antes, que nunca me quitaba de encima cuando iba a trabajar.

El tiempo contaba para los vecinos del filósofo Kant, allá por el siglo XVIII, que ajustaban sus relojes cuando lo veían salir todas las tardes, a la misma hora, ni un minuto más ni uno menos, para dar una vuelta en su Königsberg natal por un sitio que hoy se llama “Paseo del filósofo”.

También contaba para los compañeros de mili de Esteban, un profesor con el que compartí instituto hace ya muchos años, y que era tan metódico que, en el cuartel, todos los días se levantaba una hora antes que los demás para hacer una serie de rituales que culminaban en que se comía un plátano. Cuando los demás lo veían pelar el plátano, sabían que tenían el tiempo exacto para levantarse ellos.

Contaba para Doña Rosa, la abuela de mi marido, que a la caída de la tarde, en El Tanque, preguntaba: “¿Ya pasó la guagua de las 6?”, para ponerse a recoger del huerto, picar y guisar las verduras del potaje de la cena.

Hay un avión que aterriza de madrugada en Los Rodeos y que trae el pescado fresco de los mares subsaharianos. Ahora, cuando desayunamos en calma, tomándonos un té verde con naranja y canela y, a veces, un pan de nueces que hice el día anterior, le pregunto a mi marido: “¿Qué hora será?”, y él me dice: “Deben ser las 9 porque ya se va el avión del pescado”. Y lo ves diminuto, plateado con la cola azul, perdiéndose en el cielo.

Reloj, no marques las horas. Ya otros se encargarán de marcarlas por ti.  

10 comentarios:

  1. Querida amiga y colega, si a mí, en mi jubilación, me hubieran regalado un reloj, me hubieran hecho el peor de los regalos. Por fortuna, a nadie se le ocurrió hacerlo.
    ¿Sabes lo primero que hice en mi primer día de "retiro laboral"?. Esconder, guardar, todos los relojes de pulsera que tengo y, por profilaxis mental, no volverlos a usar en mucho tiempo. Ya han pasado dos cursos y me los habré puesto en tres o cuatro ocasiones.
    Seguramente, nuestra profesión no sea la única que haga de nosotros, entre otras cosas, esclavos del reloj, pero sí una de las que más. Durante cuarenta años, viví, obligadamente, pendiente de la hora. No en balde, esa fue la mecánica de nuestro trabajo: cambio de hora, cambio de curso o de cualquier otra de las tareas que debíamos cumplir. Y más en mi especialidad, en la que los alumnos tenían que dejar el aula en las debidas condiciones para los que llegaban detrás.
    Fue uno de los propósitos que me hice para mi nueva vida y lo estoy cumpliendo a placer. Ahora, estoy pendiente del reloj para aquello que es absolutamente indispensable: cita médica, traslado o recogida de familia o amigos en un puerto o aeropuerto, y poco más.
    Seguramente, también, cuando me haya desconectado de aquella dependencia, volveré a ponerme un reloj de pulsera, pero, más como un adorno. Nunca, como el tirano sujeto a mi muñeca, que me marcaba unos minutos que no podía perder de vista, si quería que mi trabajo funcionara.
    No sé si al resto de colegas le pesó y le pesa un reloj de pulsera, como me pesó a mí. Por eso, uno de los júbilos que más me duran en esta nueva condición es el de no sentir ya ese peso.

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  2. Me recordaste lo que escribe Cortázar en su "Manual de instrucciones" sobre el reloj: "Cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire (...) Te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días (...), te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en la vitrina de las joyerías, en el anuncio por la radio (...), te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se te rompa. Te regalan su marca..." Y termina con "no te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj".

    Habla, con variantes, de lo mismo que tú, de la esclavitud a los objetos-tiranos. Pero pienso que, aunque podamos prescindir de ellos, ahí están las otras cosas: un avión que sale, una llamada, los amaneceres y atardeceres, el cartero que llega a la misma hora, una guagua que pasa... que nos recuerdan la hora y que el tiempo pasa.

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  3. Pues yo recuerdo que desde muy joven me quitaba el reloj en vacaciones ¡qué gozada seguir el reloj biológico!: comer cuando tienes hambre, dormir cuando tienes sueño, etc.
    Ahora, de jubilada, llevo puesto el reloj, pero no me agobia nada.
    Justo lo que más noto en esta nueva (no tan nueva ya!) etapa, es el cambio de ritmo en la vida, o mejor aún, que el ritmo lo marco yo. Que no es poco.
    Otra cosa con respecto a la percepción del tiempo
    Pensaba que sin tener que ir al instituto, sin tener que preparar clases, actualizarme profesionalmente, corregir exámenes, evaluaciones etc. etc. cada día me iba a cundir un montón. Pero... ¡vanas ilusiones! El tiempo se me escurre como el agua en un cesto. No lo entiendo, pero es así. Una compañera de biología me dijo que había una explicación científica de por qué de pequeños un verano, por ejemplo, puede parecer una eternidad y de mayores un soplo, pero aún yo no la conozco ¿Alguien lo sabe por ahí?
    Me voy, que no dispongo de más tiempo :))

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  4. Me pasa igual que a ti, Arista. Así que terminaremos por decir que el tiempo es subjetivo (ya lo decía también Kant) y, por tanto relativo, mal que les pese a los relojes. Y que no es lo mismo el tiempo que pasas sudando bajo el sol haciendo algún ejercicio físico, que el tiempo en que estás disfrutando de un espectáculo o de cualquier actividad placentera.

    Tal vez depende de nuestra atención, de la estimación temporal que le demos a los acontecimientos vividos, que en la infancia casi no existe y por eso el tiempo se estira como un chicle. Y ahora lo valoramos tanto, hacemos tanto caso del tiempo transcurrido que, incluso siguiendo el reloj biológico, parece que se nos escapa...

    Y mejor no pensar mucho en ello que nos da la melancolía. Disfrutemos el momento.

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  5. Durante mi vida profesional el final de la jornada diaria y también de la semana laboral se ha marcado con un gesto del que ya ni soy consciente: quitarme el reloj. El resto del tiempo me oriento con las campanas de las iglesias, la posición del sol, los ruidos de la calle o (si necesito saber la hora exacta) los relojes de los edificios, plazas o transportes públicos. Es como usar la guagua o el tranvía en lugar del coche: te cambia el ritmo de vida, se hace más humano.
    A veces empato el trabajo con una comida fuera de casa y, si salgo deprisa del instituto, me olvido de quitármelo. Al sentarme a la mesa con el reloj en la muñeca me sobresalto con la misma sensación que si me encontrara con los rulos puestos.
    Cuando me jubile creo que no volveré a usarlo sino en contadas ocasiones. De hecho ya muchas veces lo llevo guardado en el bolso para hacerme una idea de mi futura liberación.

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  6. Las campanas, los ruidos de la calle cuando la ciudad empieza a despertar, el sol... son magníficos sustitutos del reloj. A mí también muchas veces, ahora que no pongo el despertador, me suelen despertar los lejanos ruidos de los coches en la carretera y a veces algún gallo cercano, saludando al alba.

    Lo que no hace ni el reloj ni sus sustitutos es, como dice la canción, detener el tiempo en sus manos ni hacer las noches perpetuas. Qué se le va a hacer.

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  7. En mis veranos, las campanas de las siete de la mañana, huelen a pan que hay que ir a buscar; las de las nueve y las diez abren las tiendas, las de las once traen las noticias en una guagua, y hay que ser rápidos porque no sabes cuantos periódicos del que lees vendrán ese día. Las de las doce significan que te vas la la playa, y sin referencia alguna, casi siempre vuelves con las campanadas de las tres. Las de las siete significan la salida, las visitas, las tertulias con tus amigos, hasta que las de las doce tocan la retirada...los chicos a veces en vez de mirar el reloj, miran para el reloj del ayuntamiento y te dicen: ¡una horita más, por favor!. Las noches de insomnio, las campanadas lejanas van desgranando la noche. Todo sucede con las campanadas de las horas en punto, nadie hace caso de los cuartos ni las medias.
    Sin embargo, a pesar de lo ideal de la situación, todos llevamos relojes, el dueño de la única tienda con el nombre de "relojería" en el pueblo, dice que en verano es cuando más pilas cambia, o cuando más correas se rompen. No vende relojes.

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  8. Las horas del día traen sabores, olores, experiencias, sentimientos y recuerdos. Me ha gustado mucho evocar los veranos de tu pueblo. Las 7 de la tarde, para mí, traían también mujeres de negro ("¡Están tocando "dejar"!" ¿te acuerdas?) a toda prisa hacia la iglesia. ¡Qué tiempos!

    Y antes, cuando todo el mundo llevaba reloj, tampoco se miraba demasiado. Cuando no eran digitales, yo ponía un ejercicio en clase, en el tema de la atención, en el que les pedía que describieran su reloj. Prácticamente nadie lo hacía bien, no recordaban si eran todo números o todo líneas o si sólo señalaban los cuartos... Era interesante porque servía también para demostrar que la atención es selectiva.

    ¡Y qué propio que una "Relojería" no venda relojes!

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  9. Me has recordado que hace muchos años, oía todas las mañanas "lectivas" a un vecino que se despertaba tosiendo como un perro viejo (un perro viejo aficionado al Ducados, vamos)

    Tenía entonces una compañera de piso con la que a esas horas me cruzaba en el baño, pero que con las prisas y el sueño, nunca hablaba más de un hola o adios.
    Nunca habíamos comentado nada de nuestro vecino-tosedor.

    Todos los días oía las toses pongamos a las 7, y un día las oí a las 7 y media. Mi compañera vino a dónde yo estaba y me dijo "Vaya, parece que hoy se ha quedado dormido"

    pd. ¡¡Yo quiero ese desayuno!!

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  10. ¡Es verdad! Mi cuñado también conserva una tos de sus tiempos de fumador y yo siempre lo oía cuando me levantaba a las 7 (mi hermana vive en la casa de al lado), y él ya se iba. Es otra señal horaria más.

    Cuando quieras lo del desayuno.

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