Los domingos siempre han sido pequeñas cajas de sorpresa en el fondo de las cuales se esconde un regalo.
En mi infancia, el regalo estaba en el sabor de los churros que comprábamos a
la salida de misa para el desayuno y en los paseos por la tarde con mis padres,
vestidos todos “de domingo”, hasta la plaza de España y el muelle, para ver
romper el mar contra los diques y a los barcos alejarse hacia otras tierras.
En los años de universidad en Madrid, el olor de los domingos muchas veces
era el de los libros antiguos de la Cuesta de Moyano, adonde íbamos a rebuscar y
a encontrar dedicatorias especiales o un poeta desconocido o un libro hasta
entonces no hallado y que de repente allí estaba, como un milagro.
Vinieron después otros domingos de caminatas con los niños por los
alrededores de la casa, de barbacoas familiares, de baños en el mar y de
animados mercadillos, siempre teñidos por la melancolía del final de la tarde,
cuando había que ponerse a preparar las clases de la mañana siguiente.
Pero también, ahora que los domingos ya no son tan distintos a los demás
días, siempre tienen algo de especial: una calma en el aire, el silencio de las
mañanas en las que, al dar una vuelta por el jardín, sólo se oye la brisa en las
hojas, la paz que te embarga cuando estás concentrada en preparar una buena
comida para cuando lleguen, al mediodía, los hijos y los nietos.
Y algunos domingos, como el de hoy, cuando hay nubes negras en el horizonte y
se anuncia una borrasca y el ambiente aparece cargado de amenaza, puede irrumpir
de pronto la sorpresa que te hace agradecer al cielo un regalo como éste:
(Foto sacada el domingo 31 de enero de 2010 a las 10,30 de la mañana desde El Socorro, en Tegueste))