lunes, 28 de junio de 2021

¿Un verano feliz?



En principio, por lo menos, los psicólogos piensan que la semana pasada es la mejor semana del año, hasta el punto que los anglosajones, a los que les gustan mucho esas proclamaciones,  han elegido el día 20 de junio, con el que se abrió la semana, como el Yellow Day (Día Amarillo), que en teoría es el más feliz del año ¿Por qué? Bueno, hacen caso a que el tiempo es bueno (ni frío ni calufas), a que hay más horas de luz y a que las vacaciones están ahí mismo. Ya se han inventado incluso los muy noveleros que ese día hay que regalar flores amarillas (girasoles, rosas, narcisos...). Aunque el Yellow Day no tiene todavía la fama de un Día de los enamorados con sus corazones rojos, ni de un Domingo de Pascua con sus huevos de chocolate y sus conejitos, todo se andará y nos veremos inundados de flores amarillas, cosa que no me importa porque me encantan: mi ramo de novia fue de rosas amarillas y fue un día muy feliz. No sé si valdrá regalar una manilla de plátanos canarios que también son amarillos. Igual es poco romántico pero vendría muy bien para el comercio de las islas.

De todas formas es verdad que esta ha sido una semana con muy buenas vibraciones. En ella empieza el verano el día 21, la fecha del solsticio, el día más largo, el sol en lo más alto. Y en la Noche de San Juan, el 23, las hogueras que queman lo malo y aprecian las cosas buenas del verano, las tardes doradas, los baños en el mar, la pereza. Aunque este año no ha habido hogueras en las playas, pero sí en los pueblitos, en donde se veían a la caída de la tarde los rescoldos rojos y el humo, tímidamente, sobrevolando las casas y ahuyentando a las brujas. 

También en esta semana han terminado las clases y empiezan las vacaciones. A pesar de que yo llevo ya 13 años con ellas, no olvido la sensación tan beatífica del día primero después de terminar las clases: nada importante qué hacer, nada de horarios, nada de obligaciones. Paz total y "un verano entero para bailar", como leí en el título de un artículo de viajes.

Además, esta semana pasada, con la vacunación ya avanzada, el 26 se ha estrenado la medida de ¡fuera las mascarillas!, siempre que estemos al aire libre y no haya mucha gente cerca. La mascarilla simbolizó el peligro y nunca imaginamos que íbamos a estar 15 meses usándola (y lo que nos queda). Pero este es un primer paso hacia la normalidad y ya las redes sociales se han llenado de memes y chascarrillos: que si ahora no hay más remedio que depilarse el bigote, que tendremos que dejar de hacernos los longuis cuando no queramos saludar a alguien, que si otra vez a pintarnos los labios...

Sí, todo apunta a un verano feliz. Aun cuando sabemos que nunca lo es del todo. En esta semana también mi isla ha subido al nivel 3 y Santa Cruz es la ciudad con la más alta incidencia del virus en toda España y esto nos hace conscientes de que la pandemia sigue ahí; se me ha ido una amiga querida demasiado pronto, con 43 años; los periódicos siguen desgranando noticias terribles; y la vida sigue con sus artrosis y majaderías.

Pero leí una cita de Borges en un artículo de Muñoz Molina que venía a decir que no hay un solo día en la vida en el que no pasemos unos instantes en el paraíso. Y, si los buscamos, los encontraremos, incluso en los días amargos. Y por supuesto en esta primera semana del verano: una tarde haciendo una tarta sacher con la receta de Suzana, mi amiga de Viena;  un rato de sosiego frente al mar bebiendo un Albariño frío; una cena con mi familia celebrando tantas cosas; las caminatas y los baños mañaneros que saben a gloria; una comida "de chicas" mi hija y yo hablando de libros; que un amigo, todo generosidad, se preste a montarte una lámpara en el techo y la alegría al encenderla y comprobar que funciona; las risas de mis nietos; escribir este post... Son ratitos de ese edén modesto y tangible de cada día que nos hacen pensar en que tal vez sí sea posible un verano feliz. Que lo disfruten.

lunes, 21 de junio de 2021

El chollo de vender arte invisible


Escultura invisible en medio de la habitación


Entiéndanme, me gusta el arte, aunque no sea una especialista. Me gusta ir a una buena exposición, a un buen museo y contemplar esas maravillosas muestras de la creatividad humana que hay repartidas por el mundo. En mis viajes he procurado traer siempre de recuerdo una acuarela, un apunte sobre el lugar, comprado muchas veces a artistas callejeros, que, cuando los veo en las paredes de mi casa, me traen el recuerdo grato de lo que viví. Así, tengo un cuadro con un autobús rojo de 2 pisos entre la niebla gris de Londres; o uno con una cuerda de ropa colorida tendida sobre una calle estrecha de Nápoles; u otro con una ventana de madera con hiedra en el Perigord francés; o con el Puente de Carlos de Praga en la mañana temprana... Son cuadros donde casi puedo sentir el calor que desprenden, el olor, la sensación de estar allí... Para mí, el arte es eso.

Por eso, me sorprendió tanto la noticia de hace pocos días de que el artista italiano Salvatore Garau ha vendido una escultura invisible, "Io sono" (Yo soy), por 15.000 euros. ¡Una escultura invisible! O sea, inmaterial, inexistente, que no se puede tocar, ni ver, ni nada. Es un concentrado de pensamientos, un vacío lleno de energía, dice. Y además pone condiciones: la "escultura" tiene que estar colocada en una casa particular, en una habitación sin estorbos (no sea que tropieces con ella, será), porque "mide" 150 x 150 cm. Él se justifica diciendo que su portentosa imaginación le permite "ver" lo que aparentemente no existe para el resto de los mortales. Las esculturas inmateriales son obras que siento físicamente.

Casualmente, hace poco leí una novela (Un secreto inconfesable de Françoise Bourdin), en que uno de los protagonistas era un escultor famoso. Su taller era grandísimo porque sus esculturas lo eran también. Necesitaba grandes bloques de piedra de los que sacar, cincelando, puliendo, soñando, sus creaciones. Y también necesitaba tiempo para ello. Entiendo por qué este escultor de ahora, Salvatore Garau, se ha pasado al arte invisible. No gasta dinero en ningún material ni acondicionamiento, no necesita piedra, no necesita lugar para guardar y tallar las esculturas, no le hace falta iluminación especial ni control del clima, no le pueden robar, ni destruir, ni plagiar sus obras, no tiene que estar meses proyectándolas y trabajándolas. Solo tiene que pensarlas, a lo mejor en un pispás, y cobrar por ellas un pastón. ¿Cómo a Miguel Ángel no se le ocurrió esta idea magistral antes de gastarse mármol y tiempo en su David?

Con razón el tal Garau piensa hacer más esculturas invisibles, siete en total. Por lo pronto ya ha hecho dos más, una en Nueva York, con el apoyo del Instituto de Cultura Italiana, a la que llamó Afrodita piange (Afrodita llora), en la que solo se ve un círculo dibujado en el suelo sobre el que uno se puede imaginar, si quiere, que llora Afrodita a moco tendido. Y otra en la Plaza de la Scala de Milán, en la que esta vez hay un cuadrado sobre el que está Buda en contemplación. Se supone que lo que contempla Buda es a quienes lo miran embobados como si fuera un Taj Mahal invisible y a quienes, indiferentes al arte, cruzan el cuadrado sin darse cuenta de que están traspasando al mismo Buda.

Insisto, no soy especialista en arte. Pero a nivel práctico me pregunto si yo me conformaría, después de haber pagado 15.000 euros, con tener, no una obra en la que me pudiera extasiar como me pasa con Van Gogh y su Noche estrellada, sino con un mero certificado de propiedad. Todo esto me hace recordar el cuento del traje nuevo del Emperador de Andersen  -¿se acuerdan?- y los dos tunantes que hacen creer a todo el mundo que confeccionan un vestido al monarca con una tela maravillosa y mágica, invisible a los ineptos y estúpidos, y que quedan al descubierto cuando un niño al verlo es el único que pregunta, desde su inocencia, que por qué el Emperador va en calzoncillos. Los cuentos enseñan mucho.

Aunque... Si una es una matada para el arte o es un artista al que se le ha ido la inspiración, ¿qué mejor que concentrarse e imaginarse un vacío con forma de Buda, Afrodita o todos los dioses del Olimpo, y venderlo por unos cuantos miles de euros? Pensándolo bien, esto del arte invisible es un verdadero chollo.



lunes, 14 de junio de 2021

El infierno no existe


El infierno - llámese averno, gehena, tártaro, abismo, inframundo o calderas de Pedro Botero - no existe. Y mira que se han esmerado en hablarnos de él a través de los siglos... A mis amigas y a mí, que estudiamos en colegio de monjas, nos lo nombraban a cada paso, poniéndonos, además, ejemplos gráficos: Borja Mari, de las mejores familias de Bilbao, hijo de María, pecó una vez, se murió sin confesión y al infierno por toda la eternidad. Y nos imaginábamos, como si fuéramos el pobre Borja Mari, las llamas quemándonos por todas partes, con lo que eso duele, y a los demonios, feos, con cuernos, rabo y tridente, pinchándonos y asándonos, vuelta y vuelta.

Después del colegio, me volví a encontrar con el infierno en la Divina Comedia de Dante, no ya como un caos desorganizado, sino como si fuera un gran edificio de oficinas como los de Manhattan, solo que, en lugar de pisos, tenía círculos de fuego, hielo y castigos horrorosos, destinados cada uno de ellos a una clase de pecadores: los lujuriosos, los golosos, los avaros y pródigos, los iracundos, los perezosos, los herejes, los violentos, los fraudulentos, los traidores... Y en la puerta, un cartel que avisa: Abandona, si entras aquí, toda esperanza.

Más tarde, en los tiempos de Madrid, vi la obra "A puerta cerrada" de Sartre, interpretada por aquellos magníficos actores que fueron Adolfo Marsillach, Nuria Espert (que todavía vive) y Gemma Cuervo. Aquí el infierno no tenía ni diablos cornudos, ni fuego, ni castigos aparentes. Era una habitación decorada estilo imperio con sus divanes, sus lámparas, su chimenea... Pero en ella tendrían que vivir juntos, siempre allí encerrados, tres personas que se odian profundamente, tres seres incompatibles que no se soportan. El infierno son los otros.

Tanto darle vueltas al infierno y a cómo es, y, al final, habría que oír a los Papas, que se supone que son los que más saben de él. Para Juan Pablo II, nada de fuegos: Más que un lugar, (es) la situación en que llega a encontrarse quien libremente y definitivamente se aleja de Dios. Y el papa Francisco dijo en una entrevista en 2018 que el infierno no existe, sino que lo que existe es la desaparición de las almas pecadoras.

No, el infierno no existe. O por lo menos yo no creo en él. Pero esta semana, que en la isla hemos sido sacudidos por la tristeza y el dolor, me hubiera gustado que existiera, a mí, que ni creo en él ni soy partidaria de la pena de muerte. Así de incoherentes somos los humanos. 

Y me hubiera gustado que existiera, con el fuego y toda la pesca de los infiernos de mi niñez, para que un padre cruel, inhumano, perverso y estúpido, que envió al fondo del mar a sus dos preciosas hijitas, robándoles la vida y el futuro, se quedara allí pudriéndose por toda la eternidad.




lunes, 7 de junio de 2021

Descubriendo la pólvora: el footing



En este grupo de escritos que he agrupado bajo la etiqueta de "Descubriendo la pólvora"  -y que solo quiere demostrar que, por muy modernos, creativos y fashion que se crean los pipiolos de ahora, no hay nada nuevo bajo el sol- hoy le ha tocado el turno al footing. O lo que es lo mismo, a correr como si te fuera la vida en ello. Ya hablé una vez de esto en "Rutas del colesterol", un post de enero de 2009 en el que les decía que iba a hacer una tesis doctoral sobre el tema (todavía estoy en ello). Pero hoy lo vuelvo a hacer para decir que el footing, aunque parezca que es un invento actual, es más viejo que los parches Sor Virginia.

¿Y qué es el footing? Miren cómo lo descubre el protagonista de "El secreto de la modelo extraviada", una novela muy divertida de Eduardo Mendoza: ... vi venir hacia mí por un sendero a un hombre de mediana edad vestido con ropa deportiva que a todas luces participaba en una carrera, si bien no parecía tener competidores ni prisa por coronar la meta. (...) Sin tratar de detenerle, le pregunté qué hacía. -Footing- respondió. (...) Pensando que podía sacar partido de aquella insólita afición, me protegí de la curiosidad ajena tras un seto y me quité los pantalones. Los calzoncillos habían sido blancos en sus orígenes, pero sucesivas lavadas y otras desventuras los habían vuelto de un color gris marengo que les permitía pasar por prenda deportiva...".

Eso es lo que es el footing en esencia: correr en calzoncillos. Y eso, jovenzuelos imberbes, ya estaba inventado desde que un tal Filípides se pegó la primera maratón, corriendo 246 Km. en dos días en el año 490 antes de Cristo. Y desde que nosotros jugábamos de pequeños a suértula, a los hermanitos, al pañuelo, a hacer carreras y a todo aquello para lo que se requería piernas libres y largas y voluntad de llegar el primero.

La única salvedad es que en aquel entonces éramos los niños los que corríamos unos en pos de otros hasta el ¡te pillé! final. A los mayores nunca los vimos correr. Todo lo contrario. Muy dignos ellos, andaban como en procesión y no se alborotaban los pelos por nada. ¿Sudar? ¡Qué ordinariez! ¿Ir por la calle en calzoncillos? ¿Qué inmoralidad! ¿Ir corriendo, colorados, con los ojos botados y la camiseta por fuera? ¡Qué antiestético!. Así que lo único que tal vez sea nuevo es que los adultos hayan perdido ahora el decoro y la vergüenza. Ah, ¿que eso, la poca vergüenza, también estaba inventada? Pues ¿lo ven? Nada nuevo hay bajo el sol.

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