Siempre me pregunto por qué y para qué, en este país de mentirosos, hay un
día, el 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes (aquellos niños mandados a
asesinar por Herodes), dedicado oficialmente a engañar a los demás. Ya sé que no
somos los únicos, no. En Inglaterra, el 1 de abril es el Fool’s Day, que se
podría traducir como “el día loco”; y, el mismo día, en Francia e Italia es “Le
poisson d’avril” y “Il pesce d’aprile”, el Pescado de abril, porque te ponen en
la espalda un pez en lugar de nuestro clásico monigote, ja, ja, ja. Pero, al
menos, ellos no se ríen de los pobres inocentes…
martes, 27 de diciembre de 2011
martes, 13 de diciembre de 2011
Yo quiero un premio
La Navidad empezaba en mi casa, cuando era pequeña, el 22 de diciembre con la
cantinela de los niños de San Ildefonso en la radio, que se ponía desde el
principio hasta el final (ya hablé una
vez de la vena ludópata de mi familia). Antes de abrir los ojos, ya mi
subconsciente oía a lo lejos el “veintidós mil setecientooos-ochenta y cuatro,
veinte mil peseeetaaas…”. Y ahora, aunque la cosa haya cambiado a euros, yo sigo
poniendo la radio (un ratito sólo, que, si no, es un guineo) porque es algo que
me emociona más que lo de "pero mira cómo beben los peces en el río". Y es que,
claro, yo también quiero un premio, oye. Quiero eso de descorchar una botella de
champán y mojar a todo el mundo y decir en la tele que qué bien que esté todo
muy repartido y que servirá para tapar agujeros.
martes, 6 de diciembre de 2011
Piropeando
En mis tiempos mozos los chicos nos decían muchos piropos por la calle. Parecía
haber en la educación masculina una asignatura especial dedicada exclusivamente
a este menester. Sacaban sobresaliente en ella los obreros de la construcción, a
los que seguro que les decían cuando empezaban a trabajar: “Tenga usted el
casco, las herramientas y el manual de los piropos, dividido por capítulos:
finos, bastos y burros”.
martes, 29 de noviembre de 2011
Oído al azar
No estamos en una burbuja como los monos sabios japoneses. Somos una parte muy pequeña de un mundo de tropecientos millones de personas y vivimos entre desconocidos con los que, a veces, si tenemos los ojos y las orejas abiertos, se produce un roce leve, un toque, que llega hasta nosotros como la ola causada
por la estela de una embarcación. Son retazos de otras vidas, algo que vemos y,
sobre todo, oímos, frases que nos llevan a imaginar historias escondidas detrás
de ellas o que, en otros casos, nos mueven al asombro o a la risa.
martes, 22 de noviembre de 2011
Tiempo de mandarinas
Había una vez, en la vieja China, un mandarín en cuyo corazón cabían todos los
seres. Su esposa, la mandarina, era pequeña y hermosa pero en su corazón sólo
había sitio para ella. Una mañana, en la que ella paseaba sola entre los
innumerables naranjos del jardín, se le acercó un mendigo para suplicarle que le
diera una naranja. La mandarina le dijo que ni hablar, “mis naranjas son muy
hermosas y tú sólo eres un viejo feo y sucio”. El mendigo que, como suele pasar
en los cuentos, era en realidad un gran mago, se transformó en ese momento y,
con su varita mágica en la mano, le dijo: “Para que aprendas a ser generosa, te
convertiré en árbol y darás sabrosos frutos a cuantos pasen por el camino. Tu
corazón se hará más grande y todos te querrán”. El mandarín buscó a la mandarina
todo el día y, al caer la tarde, cansado y triste, encontró el nuevo árbol y
pensó: “¿Qué hace este arbolito entre mis naranjos? ¿Y por qué sus naranjas son
tan pequeñas?” Probó una fruta y su sabor dulce le recordó a su esposa. Desde
entonces, cada tarde paseaba hasta el arbolito y comía una de ellas y las llamó
mandarinas en honor a su esposa, la bella mandarina”.
martes, 15 de noviembre de 2011
Las Antípodas
Mi hijo y mi nuera se han ido a las Antípodas, a Nueva Zelanda, de luna de
miel en plan caravana y pateos con mochila. Desde el otro lado del mundo me
llegan –cuando hay cobertura- los dulces nombres maoríes: Te anau, Wanaka,
Punakaiki, Kaikoura… Y también los sitios que van viendo: una cueva iluminada
por luciérnagas, una playa donde se bañan los leones marinos, un río de aguas
turbulentas en el que hacer rafting, un glaciar con veredas por las que caminar.
“Es tan bonito como un sueño”, dicen.
martes, 8 de noviembre de 2011
Mi primera vez
Bajo este título, “Mi primera vez”, El País ha publicado este verano una serie de artículos firmados por varios escritores y que me han gustado mucho. Lola Beccaria, Rosa Montero, Santiago Roncagliolo y Luis Sepúlveda hablaron del primer encuentro con la sexualidad, esa vez en la que todos pensamos cuando se dice “mi primera vez”. Pero también allí están otras primeras veces: la primera experiencia de la muerte (Wendy Guerra, Andrés Neuman, Marcos Giralt Torrente) o el primer viaje en avión (Juana Salabert). Soledad Puértolas, después del primer día de colegio, descubrió, consternada, que tenía que volver todos los días (¡Qué tres palabras más terribles bajo su aparente inocencia!). Luisa Castro recuerda la primera vez que se comió un geranio, “como quien se come el corazón de la belleza”. Juan José Millás, siempre tan críptico, habla de la primera vez que se sintió un neandertal frente a los demás niños del colegio, que eran homo sapiens (lo entiendo; yo, a veces, también me he sentido así), y Carme Riera, del descubrimiento de la literatura con el poema “Sonatina” de Rubén Darío. Tener miedo (Caballero Bonald), sentirse adulto (Tomás Segovia), ver la nieve (Mendicutti) o un ovni (Agustín Fernández Mallo) son otras primeras veces que conocimos, con ellos, a lo largo del verano.
martes, 1 de noviembre de 2011
martes, 25 de octubre de 2011
Y allá, en el frente, Estambul
Asia a un lado, al otro Europa, y allá, en el frente, Estambul. Desde la Torre Gálata. |
Hace 4 años realicé uno de mis sueños: ir al dorado Estambul.
En los tiempos jóvenes, todos recitábamos de carrerilla "La canción del pirata" de Espronceda. Y los versos que, por lo menos a mí, más nos gustaban y que declamábamos con más sentimiento eran:
martes, 11 de octubre de 2011
Sentirse bella
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Natalie Wood sintiéndose bella en West Side Story |
Las damas victorianas aconsejaban ir siempre bien vestidas y arregladas, no fuera a ser que esa vez en la que ibas hecha unos zorros “te encontraras con tu destino” (léase un marido rico, léase un seguro de vida). Mi madre también me contaba que la madre de una amiga de su juventud, cada vez que ésta salía, le decía: “Date tono, mi hija Zoila”. Hasta mi bisabuela Pepa, en tiempos de escasez, creo que reservaba los huevos para dárselos a su hija casadera, mi tía abuela Nieves, antes que a la más pequeña. “Ya te tocará a ti comer huevos”, le decía.
martes, 4 de octubre de 2011
Querido Mark Suckerberg
Hace 4 años le escribí esta carta a Mark Zuckerberg ante los cambios que de vez en cuando hace en facebook ¿y quieren creer que no me ha contestado todavía? Estará liado, supongo, pero de todas formas no pierdo las esperanzas
Querido Mark Zuckerberg:
Te escribo con la confianza que me da saber que, cuando naciste y eras un
bebé berreante y meón, yo ya formaba parte de la sociedad adulta que te iba a
educar: tenía ideas más o menos claras sobre cómo hacerlo, daba clases de
filosofía, había escogido un compañero para lo bueno y para lo malo, había
tenido dos hijos, había optado por la vida en el campo y no en la ciudad… Es
decir, ya había elegido caminos –y cerrado otros- por lo que transitar, mientras
que tú todavía te dejabas llevar.
martes, 27 de septiembre de 2011
Carritos de caramelos
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(Carrito Adrián en la Plaza de España de Santa Cruz . Foto cedida por su nieto Adrián IR y publicada en "Fotos antiguas de Tenerife a. de 1980") |
Este post se escribió hace 4 años, cuando quemaron el carrito de Doña Nati, en su honor y en el de tantos carritos que alegraron nuestra infancia.
¿Hay algo más mágico para un niño que un carrito de caramelos? Los carritos, en
el Santa Cruz de mi infancia, eran una institución, tan indispensable como el
cine a las 4, un centro de atracción irresistible en el que, sobre todo los
domingos, y cada día a la salida del colegio, los niños recalábamos.
martes, 20 de septiembre de 2011
Holas que vienen y van
En honor a la verdad, yo soy una persona amable. Tal vez porque mis padres también lo eran, pero siempre doy los buenos días, las buenas tardes y las buenas noches con una sonrisa, siempre agradezco lo que tengo que agradecer y siempre atiendo bien, incluso a los que te llaman por teléfono a horas intempestivas para preguntarte por tus filias y fobias políticas o para venderte una almohada viscoelástica.
martes, 13 de septiembre de 2011
El olvido que somos
El día en que fuerzas paramilitares de Colombia mataron al padre del escritor
Héctor Abad Faciolince le encontraron en el bolsillo un poema, atribuido a Jorge
Luis Borges, que empezaba con la frase: “Ya somos el olvido que seremos”. Para
conjurar ese olvido, el escritor dedicó a su padre un libro, “El olvido que
seremos”, del que yo hice una reseña hace tiempo para el “Diario de Avisos”.
martes, 6 de septiembre de 2011
¡Ay, qué placer!
En mis años mozos había una canción, “Las tardes del Ritz”, en la que Lilian
de Celis cantaba con voz aflautada: “Ay, qué placer es bailar un foxtrot con un
doncel que nos hable de amor…”. Al volverla a oír hace poco, me quedé pensando
que hay gustos para todo ¿Bailar un foxtrot? Mucho tendrían que mejorar lumbagos
y juanetes para considerarlo un placer. Y menos lo sería que “un doncel”, al que
imagino recostado y con flequillo, tipo el de Sigüenza, me viniera a hablar de
amor. Más bien me daría risa, oye. Y es que creo que hay placeres y placeres.
martes, 30 de agosto de 2011
Más p'allá que p'acá
En mi infancia, aquella época en la que llamábamos a mi casa “La Pensión
Charo” por la cantidad de amigos y parientes palmeros que se quedaban en ella,
los niños nos acostumbramos a las personas excéntricas, a aquellas que, según
mis tías, estaban más p’allá que p’acá. Siempre aguardábamos con expectación a
la próxima visita para ver con qué nos iba a sorprender. Una vez era la prima
Rosario, ya talludita, que, por las noches, se ponía en combinación negra a
bailarnos sevillanas. Otra vez era el tío Felipe, que se pasaba el día
parapetado tras un periódico en el que hacía agujeros para mirarnos a todos y no
perderse nada. O aquel amigo al que le gustaba con locura comer mezclas
extrañas, como batidos de sardinas con papaya. Por no nombrar a todos los que
nos contaban a los niños historias truculentas de cementerios y aparecidos. La
verdad es que, en aquellos tiempos en que no había televisión, las veladas en mi
casa eran la mar de entretenidas.
martes, 23 de agosto de 2011
Abracadabra
"¡Abracadabra!”, gritábamos de pequeños agitando una varita, con esa total
confianza que los niños tienen en la magia. Incluso añadíamos “pati di cabra”,
antes de pedir un deseo: que aparezcan dulces en la mesa, que salga el sol, que
sea de repente Navidad. Y siempre decíamos seguros: “Ya verás, ya verás. Sólo
hay que esperar un ratito”.
martes, 16 de agosto de 2011
Una english boda
Hace 4 años me fui a la boda de mi ahijada Dácil en medio de la campiña inglesa. Esto fue lo que escribí entonces:
Este agosto he pasado unos días en el sur de Inglaterra, adonde fui a la boda de
mi preciosa ahijada Dácil: an english wedding, una inglesa boda, para seguir con
el chiflado estilo de los ingleses que, empezando por los adjetivos, todo lo
hacen al revés. Como diría Obelix, están locos estos ingleses.
martes, 2 de agosto de 2011
El aljibe es mío
En los tiempos de la revista “Triunfo”, allá por los años 70, el periodista Luis
Carandell tenía en ella una sección, llamada “Celtiberia Show”, en la que
hablaba de “las hazañas, andanzas, milagros, ejemplos, decires, gracias,
desgracias, ocios y negocios” de los celtíberos. Una vez la protagonista del
Celtiberia fue una casa, muy cerca de la mía, que, en su tiempo, fue eso,
una casa pero que con las herencias se convirtió en dos, probablemente
con trifulca en medio porque cada heredero quiso dejar bien claro cuál era su
propiedad. Hoy sigue tal cual, con esa diferencia total (color, tejados, tamaño
de puertas y ventanas, incluso una partida por la mitad…) que muestra que los
herederos no se pusieron de acuerdo en nada de nada.
martes, 26 de julio de 2011
martes, 19 de julio de 2011
El tinglado religioso
Yo nací en una casa muy religiosa. Íbamos a misa los domingos, rezábamos el rosario todos los días y ni locos nos perdíamos una procesión, novena o ceremonial. Incluso cada 15 días nos traían la urna de San Antonio para que le rezáramos y pusiéramos en ella el correspondiente billete. Así que yo, de pequeñita me sabía hasta la letanía completa, aunque, en lugar de “Reina de los profetas” (¿qué era eso de “profetas”?), decía “Reina de las croquetas”, que estaba más cerca de mis entendederas.
martes, 12 de julio de 2011
martes, 5 de julio de 2011
martes, 28 de junio de 2011
Corpus Christi en equipo
Lo mejor del Corpus Christi, uno de esos tres jueves que hay en el año que
relumbran más que el sol y que ahora, por aquello de no partir la semana, cae en
domingo, es el trabajo en equipo.
Un sábado de hace 4 años paseamos, al filo de la medianoche, por las calles de La
Laguna, tomadas por jóvenes que hacían las alfombras del Corpus. En una noche
excepcionalmente templada (para ser lagunera), unos hacían letras rojas y verdes
sobre el asfalto, otros seguían con pétalos, hojas, arena y semillas el dibujo
de un hombre predicando, de una flor o de figuras negras con los brazos en alto
sobre un fondo blanco, y otros ponían música, todos formando grupos con un
objetivo común.
Noches como ésta, hace ya mucho tiempo y en otro lugar, yo también estuve
entre muchas personas deshojando rosas para las alfombras, separándolas por
colores, tintando arena y recortando y pegando, con papas, banderitas para
engalanar las calles. Años más tarde mi hija hizo lo mismo con su clase del
Instituto, y, hace un año, ella siguió el ritual con mis nietos que, con manos
pequeñas e inseguras, trataban de seguir el dibujo en el suelo de un chino
cogiendo cerezas, para la alfombra de flores de su colegio.
Nos hemos pasado la vida colaborando con los demás, siguiendo una faceta
humana que ha conducido a pueblos enteros a ayudar a plantar y a recoger
cosechas o a hacer casas entre todos; que lleva a las gentes a reunirse para
vendimiar, a los amigos de mi hijo a echar una mano cuando uno de ellos se muda
o a un montón de parientes a pintar juntos nuestra casa, cuando la estrenamos
hace 30 años. Es lo que hace que, en momentos trágicos, la gente se vuelque en
ofrecer lo que puede o en acudir, ayudar, consolar y estar ahí. O también, que
se agrupe en torno a un proyecto común para cambiar una sociedad.
Desde Hobbes, que hace tres siglos dijo que el hombre es un lobo para el
hombre, hasta Lorenz, que, en los años 60, habló de una agresividad innata que
nos ayuda a avanzar, pasando por Darwin y su selección natural de los más
fuertes como motor de la evolución, se nos aparece la historia humana como una
lucha de todos contra todos.
Pero yo quiero creer que el camino del progreso está más lleno de esos
momentos de cooperación, ayuda y esfuerzo común.
Momentos como el de esa noche tibia de junio en la que un grupo de personas
se pone de acuerdo para crear, en la madrugada, una obra bella.
martes, 21 de junio de 2011
martes, 14 de junio de 2011
Somos costeros
Una de las canciones más alegres que conozco y que, nada más entonarla, embulla a toda una reunión es la canaria “Somos costeros / arriando velas, / largando al viento / la rumantela…”. Y es raro, pensaba yo, que una canción de pescadores sea tan animada porque, si hay una afición de silencio y pocas risas, es la pesca.
martes, 7 de junio de 2011
Por qué no soy de Twitter
Y mira que ya estoy impuesta en el lenguaje. Por lo menos, uso el verbo
tuitear como si hubiera nacido haciéndolo. Mi hija, que es una de los 200
millones de tuiteros (¿se dice así?) y que me suele tuitear estos posts, habla
maravillas de esta red social. Que si es el sistema más ágil para preguntas y
respuestas, que si te actualizas inmediatamente en cualquier tema, que si
proporciona un feedback (¿?) rápido para tus proyectos, que si en 140 caracteres
se resume la esencia de cualquier cosa… Pero yo la oigo como a quien está
hablando de los planos para la construcción del Empire State.
martes, 31 de mayo de 2011
Tengo vocación
No, no se asusten, que no me ha dado ahora el aire por entrar en el convento.
Aunque, si llego a hacer caso a la Madre Mª del Pino que, a mis 9 años, me cogió
por banda y me propuso que por qué no ingresaba, que ella veía en mí claros
indicios de vocación, ahora sería Sor Estupefacción y estaría dedicada, estoy
segura, a hacer rosquetes de anís detrás del torno.
martes, 24 de mayo de 2011
Revolución española
Hay veces en la vida en las que la realidad parece llevar un ritmo tranquilo
y sosegado, como esos días en que una va a buscar el pan y el periódico por las
mañanas y contempla el escenario cotidiano, ahogando incluso un bostezo. Pero
otras, la realidad se acelera y empiezan a pasar cosas que no dejan de
sorprendernos: tsunamis, terremotos lejanos y cercanos, fuerzas de la naturaleza
en movimiento. Y también, contagiados, movimientos humanos que, como mareas,
llenan las plazas de ciudades y pueblos, protagonizando aquí lo que por esos
mundos llaman la spanish revolution.
martes, 17 de mayo de 2011
Historias de autostop
En mis tiempos de universidad se hacía mucho autostop. Ajenos a las historias
truculentas que se contaban y amparándonos en que normalmente íbamos en grupo,
nos lanzábamos a la carretera a mover el dedo, igual que hacía, muchos años
antes (1934), Clark Gable cuando le daba lecciones de autostop a Claudette
Colbert en la película “Sucedió una noche”.
El autostop nos parecía el medio ideal, no sólo para ahorrar tiempo, dinero y las
molestias de la guagua (mucho menos cómodas que las de ahora, dónde va a parar),
sino también para conocer gente, vivir la aventura, reírnos y contar después
historias de tipos curiosos que hay en el mundo recogiendo generosamente a gente
de medio pelo como nosotros.
Pero también tenía sus desventajas, todo hay que decirlo. Aprovechando que
estábamos encerrados en un coche y que se vería feo que nos tiráramos en marcha
a la cuneta, algunos especímenes humanos ejercían una tortura solapada sobre
nosotros, indefensas víctimas a las que no nos quedaba más remedio que
aguantarnos, no haber querido viajar gratis…
Y así, estaba el espécimen El Ciclopedia, que aprovechaba los
trayectos para contarnos el ciclo vital de los babuinos, la formulación de la
ley de Boyle-Mariotte o el evangelio según San Mateo (éste era del tipo
Predicador). Cuando no la liga de fútbol al completo con alineaciones y
todo.
Estaba también el Mecachisquéguaposoy. Así era un compañero de mi
curso, mayor que nosotros, preparador físico y ¡con coche!, algo inaudito
entonces, que nos perdonaba la vida dejándonos subir en él. Lo malo es que, a
pesar de ser tan guapo (que lo era), no abría su perfilada boca, miraba a cada
rato al espejito a ver si sus rizos estaban en su sitio y, después, nos dejaba
en el 5º pino, y allá ustedes, arréglenselas como puedan para llegar a casa tres
horas más tarde.
Los Estoyenlahiguera eran ejemplares que se encontraban sobre todo en
Madrid. Eran aquellos que, cuando les decíamos que éramos canarios, nos decían
que ellos tenían un primo en Palma de Mallorca. El peor lo encontró mi amiga Ana
Delia que, al decirle ella que era canaria, él le empezó entonces a hablar en
inglés. Ana Delia, que estaba medio zombi, después de una noche de estudio y de
una madrugada, se limitó a decirle “Yes, it is” a todo lo que el otro contaba.
Uno de los Defrentemarchen le tocó a mi marido, entonces mi novio, una
Semana Santa en que fue de Valencia a Madrid para verme, y, después de 9 cambios
de coche, entró en Madrid en el de un general que le fue dando órdenes todo el
camino: siéntese al lado del chófer, ponga su bolsa allá, no hable, bájese aquí…
Daban ganas de cuadrarse y decir ¡A sus órdenes!
Los Aversihoyligo, nada más subirnos, ya querían saber nuestro nombre,
número de teléfono, dirección y si teníamos el sábado libre. A veces hasta les
dábamos los teléfonos, inventándonos los nombres, para reírnos cuando, por
ejemplo, mi abuela decía: “Hay un pesado que ha llamado cuatro veces preguntando
si aquí vive una tal Adoración”.
Los Micocheeslomás nos contaban las revoluciones de su fotingo, el
tipo de bujías, cómo funcionaba la tapa del delco y el ruido que hacía la junta
de la trócola. El más peligroso era el que, mirándonos de soslayo tal que si
fuese James Bond, nos preguntaba de repente: “¿Les gusta la velocidad?”. Más de
una vez bajamos de un coche despelujadas, con la cabellera, más que al viento,
de punta, y sonrisa de alivio, por culpa de alguno que imaginó ser Fittipaldi en
Le Mans.
Así que, al final, lo dejamos. Concluimos que no merecía la pena, para
ahorrarnos las 5,50 pesetas que creo que valía la guagua en ese entonces,
aguantar tanta majadería.
martes, 10 de mayo de 2011
Y los sueños, sueños son
Anoche, como quien regresa a Manderley, soñé que volvía a mi casa de la niñez
en la calle
del Pilar. Y que, al entrar, reía y lloraba emocionada porque esa casa, a la
que recuerdo con tanto cariño pero que estaba llena de recovecos (había hasta un
“cuarto oscuro”), se había transformado tal como yo la hubiera reconstruido
ahora.
El despacho de mi padre y la salita donde se recibía a las visitas se habían
convertido en una sola habitación, viva, para pasar allí horas leyendo o viendo
la tele, con unas grandes cristaleras hacia el patio de las flores. Y lo mismo
las demás habitaciones, que aparecían llenas de luz, dando al patio grande,
donde antaño jugábamos y que ahora, en mi sueño, tenía también un rincón para un
comedor de verano.
Supongo que todos somos “hacedores de nidos” y que esos sueños cumplen ese
deseo. En el desayuno, cuando le contaba, dibujando un plano, mi sueño a mi
marido, él me dibujó también su casa de Venezuela, cuando estuvo de emigrante
allí de los 8 a los 10 años. ¿Por qué recordamos todo con tanto detalle, él, la
veranda de fuera, las galerías abiertas, el hueco de la azotea donde se
escondía, o yo, el olor a perejil, cilantro, tomillo y salvia de la jardinera
del patio?
Los sueños son una cosa curiosa. Ana, mi
compañera de habitación de los tiempos de estudiante en Madrid, me recordó
hace poco que yo tuve una etapa de apuntarlos todos, nada más despertarme. Y es
verdad. Acababa de leerme entonces “La interpretación de los sueños” de Freud y
empecé con autopsicoanálisis a ver qué tal. No los interpretaba mucho, esa es la
verdad, pero ahora lo que siento es no haber guardado un sueñito de aquellos.
Aunque a veces son sueños horrorosos y recurrentes, cuando aparecen nuestros
miedos, como el que yo les tengo a las cucarachas o el de mi amiga Cae, que le
dijeron que los toros no pueden subir escaleras y ella sueña que la persigue un
toro, ella sube, para salvarse, una escalera y el toro sube también. Yo se lo
interpreto como que nunca te puedes fiar de lo que te dicen, o también, que hay
toros que no hacen caso a la tradición.
Es bueno, de todas formas, que el pasado vuelva en los sueños para
despertarnos por la mañana con la sensación, placentera, de haber visitado un
país perdido y lejano pero que sabemos que nos pertenece exclusivamente a
nosotros y que, a pesar de todo, está ahí.
Y lo mejor para mí es que ese espacio del sueño es el lugar donde me
reencuentro con la voz de mi madre, con la risa de mi primo, con la presencia
normal y cotidiana de mi padre, mis abuelos o mis tíos, con los amigos idos que,
por eso, no están perdidos para siempre. Como dice la canción “La compañera” de
Los Cantores de Quilla Huasi, que es una canción de pérdida pero también de
reencuentro onírico:
La magia de tu encanto alumbra mi pesar,
si florece el llanto en las sombras de mi andar,
cuando tu presencia llega, tras la ausencia,
en mis noches al soñar…
martes, 3 de mayo de 2011
Del matrimonio y otras componendas
A estas alturas yo creo que tengo más autoridad moral que el Papa para hablar del
matrimonio. Después de todo yo este año cumplo los 40 años de casada (y él, no).
Además, por mi profesión me he tenido que meter entre pecho y espalda unos
cuantos libros de Antropología, en los que el matrimonio es la institución
estrella a lo largo de los pueblos y de los siglos.
Pero no se preocupen que no les voy a hablar del matrimonio en los burundi ni
en los indios chiricahuas, si bien es verdad que la variedad de formas en las
que la gente asume ese compromiso me lleva muchas veces a preguntarme qué hace
que dos personas que no se conocen de nada, o que se conocen demasiado bien,
decidan firmar papeles para lavarse los dientes en el mismo lavabo durante toda
la vida.
Echemos un vistazo, por ejemplo, a tres casos.
Primer caso: León Tolstoi, antes de casarse, le hizo leer a su novia, Sofía,
sus diarios para que no protestara cuando viera qué tipo de pájaro se iba a
llevar al huerto. Ah, no dirás que no te avisé… Total, que se pasaron la vida
tirándose los trastos a la cabeza, escribiendo cada uno su diario e
intercambiándoselo (que ya es afición), poniéndose bonitos. A pesar de que ella
le copiara ¡7 veces! el manuscrito de “Guerra y paz” (que ya con eso se había
ganado el cielo), él quiso dejarla sin nada de herencia (a ella y a los 13 hijos
que tuvieron juntos). No la dejaron ni ir al entierro, supongo que para que no
le diera un bolsazo al féretro.
Segundo caso: Mi abuela materna se casó con su cuñado después de que su
hermana hubiera muerto. Ella era una jovencita con cintura de avispa, me
contaba, a la que le encantaba bailar la berlina en las fiestas de su pueblo. “A
mí me gustaba un chico de Barlovento -decía- pero, cuando mi cuñado me pidió
casarnos, mi madre me dijo: “Sí, hija, cásate con él para que no se vaya de la
familia”. Y allá que se casó y tuvo 4 hijos. Cuando mi madre, que era la más
pequeña, tenía pocos años, ya mi abuelo tenía una familia paralela en Venezuela
y, al morir mi abuela a los 72 años, él se casó por tercera vez con su compañera
de allá con la que también tenía hijos y nietos.
Tercer caso: Don Faustino, el padre de uno de mis amigos, que murió a los 100
años, se enamoró a los 25 de su mujer y le propuso casarse. Ella le puso una
condición. Su madre había sufrido mucho por culpa de las infidelidades del
marido y ella no quería pasar por lo mismo. Le dijo:”Yo quiero que tú seas para
mí y yo para ti”. Don Faustino le dijo: “Dame 6 meses de libertad y, cuando
pasen, seré sólo para ti”. ¡Y ella aceptó (sin ocurrírsele pedir lo mismo para
ella)! Después de 6 meses de francachela, Don Faustino volvió y, muchos años más
tarde, me decía con los ojos húmedos: “Y, desde entonces, yo fui para ella y
ella para mí”.
¿Alguna conclusión, aparte de que todas fueron al matrimonio sabiendo lo que
había? Supongo que la misma que me decía mi padre, que tuvo con mi madre un
noviazgo por carta (y en él sólo se vieron 35 días) pero luego un largo
matrimonio de 50 años, sin separarse jamás: “Ay, hija, es que el matrimonio es
una lotería…”.
Y hay quien no gana nada, hay quien rasca algo en la pedrea, hay quien tiene
algo pasable y hay quien consigue el premio gordo.
martes, 26 de abril de 2011
Cartelera de políticos
Como en aquella antigua canción de Luis Mariano que decía “La primavera ha
venido, no sé cómo ha sido”, los márgenes de nuestras carreteras han
experimentado las pasadas semanas, y de la noche a la mañana, una explosión de
carteles multicolores, tal cual un jardín primaveral.
Los políticos, ante la proximidad de las elecciones municipales, han decidido
ponerse de tiros largos (ellos, corbata y chaqueta, ellas, un tres piezas) o de
look desenfadado (vaqueros y camiseta, que ya se sabe que hay que parecer
colegas de los jóvenes); han ido a la peluquería a recortarse el pelo, ponerse
reflejos o hacerse un lifting; se han enfundado la sonrisa deslumbrante y, ya
así dispuestos, se han hecho la foto para la campaña.
Que la cosa no es sencilla, ¿eh? Porque es verdad (yo lo he oído) que hay
mucha gente que vota mirando la cara del cartel. “Es que tiene carita de bueno,
oye”. Y entonces a ellos no les queda más remedio que, por lo menos, parecerlo.
Y, además, saben que, pongan la cara que pongan, los de la oposición siempre van
a decir que parecen imbéciles. Que es realmente como deben sentirse ellos (a mí
me pasaría) el día en que toca posar.
En los carteles los hay que prometen el oro y el moro, como, por ejemplo,
poner la capital del archipiélago en su ciudad, como si eso sólo dependiera de
un alcalde. Algunos tienen su punto original, simplemente poniendo propuestas:
“Más guaguas”, “Más guarderías”, “Más parques”… pero se pasan cuando hablan de
“más aire fresco” y ponen al candidato con la corbatita y el flequillo al
viento. Algunos aparecen con media sonrisa o serios, para dar a entender que lo
son, aunque realmente parece que han comido algo que les ha sentado mal. En
otros se pueden contar hasta las muelas del juicio…
Por eso es refrescante encontrarse, justo al lado ¿casualmente? de tanta
foto, tanta promesa, tanto aspirante a ejercer la noble ciencia de la política,
un cartel como éste de la Feria del cochino negro de Pinolere:
Ya ven ustedes, ahí hay alguien que, pase lo que pase, no defraudará jamás.
Al revés de lo que, desgraciadamente, les pasa a muchos políticos, del cochino
se aprovecha hasta la conversación.
No me extrañaría que alguien votara por él.
martes, 19 de abril de 2011
Un gastrohomenaje
No soy muy amiga de esos homenajes post-mortem. Siempre recuerdo al pariente
de una amiga, que le dijo a su mujer que, cuando él muriera, hiciera unas buenas
garbanzas e invitara a todos los amigos, que eran muchos, a comer y a beber en
su honor. La pobre mujer, me contaba mi amiga, de lo menos que tenía ganas era
de un jolgorio, pero allí se metió a prepararlo, haciendo de tripas corazón, por
respetar la voluntad del difunto. La verdad es que, cuando uno se va, quiere
irse como Machado, “ligero de equipaje”, sin dejar detrás obligaciones para los
que se queden.
Pero
con mi tía Isabel la cosa cambia. Era tía de mi padre, la más cercana a él
porque sólo se llevaban 8 años y, por eso, llevo su nombre. Era guapa y
simpática, con unos ojos azules muy expresivos y una sonrisa fácil. Se casó con
el tío Paco, que era su cómplice, su compañero, su amor, hasta que un accidente
de aviación, cuando volvía de un viaje de trabajo a Madrid, a los pocos años de
casados, se lo arrebató delante de sus acongojados ojos y de los de sus hijos,
que habían ido a recibirlo a Los Rodeos. Y ahí fue donde la tía Isabel mostró el
temple de muchas mujeres de mi familia. Salió para adelante, dio carrera a sus
cuatro hijos, y prosiguió con su vida, trabajando, cuidándolos, yendo algunas
tardes a merendar con sus amigas o a intercambiar recetas y a jugar al parchís
con su hermana, la tía Nieves (haciéndose trampas mutuamente), disfrutando de
las reuniones familiares y, sobre todo, cocinando.
Durante mi primer año de carrera, cuando tenía clase por la tarde y no me
daba tiempo de bajar a Santa Cruz, yo iba a comer a casa de la tía Isabel en La
Laguna, una casa fría con huerta detrás, como muchas casas laguneras. Hablábamos
mucho (sólo hacía un año de la muerte del tío Paco) y recuerdo que me decía que
sus hijos y la cocina eran lo que la habían salvado.
Era una cocinera extraordinaria. Allí probé por primera vez las crepes y
disfruté de unas exquisiteces que hoy le habrían valido una estrella Michelin.
En Navidad nos regalaba a los 16 sobrinos y sobrinos-nietos un queque, siempre
distinto, y una botella de los licores que hacía (mistelas, licores de leche, de
naranja, de limón…), y sus cenas de nochebuena, en las que incluso hacía un pan
riquísimo, eran famosas en la familia.
La tía Isabel murió hace unos meses, a 3 años de cumplir los 100, aunque
había dejado de ser ella hacía muchos más. En el entierro, cuando hablábamos sus
hijas y sus sobrinas de su generosidad y su alegría, que repartió a manos
llenas, hablamos también de un rasgo peculiar: no daba recetas a cualquiera. Yo
dije que tenía 5 recetas, otra dijo que ella también tenía unas pocas… Y se nos
ocurrió la idea de este homenaje.
El pasado domingo nos hemos reunido 20 personas de su familia con el único
propósito de celebrar que pasó por nuestras vidas. Yo hice su limonada con
champán y su pan de nueces. Las demás trajeron su pulpo y sus helados, su higado
en adobo, sus sandwichs de sardina, su flan, su “leche fachenta”, su tarta de
manzana, su licor de leche. Todas las recetas que nos fue dejando caer, como
quien regala perlas, van a ir a un librito con su foto en la portada. Y, aunque
no estoy muy segura de que quisiera que sus secretos culinarios salieran a la
luz, sí que le habría gustado, porque era muy presumida, verse tan guapa. Y sé
que, sobre todo, le habría encantado estar ese domingo con nosotros, riendo y
contando anécdotas pasadas, incluso recordando los cuentos de príncipes y
brujos, largos y un poco truculentos, que contaba por la noche a sus hijas.
Se fue libre y despojada de recuerdos, los buenos y los dolorosos. Pero fue
muy querida y tuvo una vida larga, y todos estábamos allí para dar gracias por
haber formado parte de ella.
Y estos gastrohomenajes, alegres, lúdicos, que celebran la vida, sí que me
gustan.
martes, 12 de abril de 2011
Los que están en camino
La semana pasada, dando un paseo por el sur con mi amiga Susana, vimos salir
de la playa a dos chicos jóvenes, de unos 20 años, con un atuendo extraño.
Vestían bañador, camiseta y sueter negros y llevaban un sombrero, también negro,
de ala ancha. Le pregunté a Susana, que es austriaca y ha visto mucho más mundo
que yo, si serían judíos, por el sombrero, muy parecido a los que llevan estos.
Susana los miró y me dijo: “No, no, son gesellen, gehen in die Welt,
los que van por el mundo, los que están en camino”.
Existe una tradición en Centroeuropa, me contó, por la que los jóvenes que
quieren aprender un oficio se dedican un tiempo a viajar, vestidos de una manera
determinada (sombreros, capas…), ofreciendo sus servicios por las casas de campo
a cambio, antaño, de alojamiento y comida y hoy, pidiendo además un pequeño
salario.
Y, efectivamente, nos paramos a hablar con ellos y supimos que eran alemanes,
bávaros, que estaban aprendiendo las técnicas y los secretos de la carpintería e
iban vestidos con las señas de identidad de su oficio, ese sombrero que no se
quitaban ni para ir a la playa (me pregunto si en el agua tampoco). Habían
venido a Tenerife como parte de ese camino, pero no encontraban trabajo, nos
dijeron con una sonrisa y un encogimiento de hombros, porque ellos hacían techos
de madera y aquí todos los techos eran de hormigón.
Me gustó esa expresión, ese estar en camino. Me recordó el refrán de que a
los hijos hay que darles raíces y alas, esas alas que me llevaron a mí a hacer
fuera la especialidad, a mi hijo y a mi sobrino al Erasmus en Amberes y
Friburgo, a mi hija a Madrid a hacer el MIR, a mi amigo Andriu a pasarse un año
sábatico en Estados Unidos. Y también me recordó a los emigrantes que hace años
iban a América y ahora vienen a Europa.
Los que están en camino… Miles de jóvenes lejos de sus casas, aprendiendo a
trabajar, a buscarse la vida, conociendo otras costumbres, otros ritos, otras
maneras de vivir, otros idiomas. Aprendiendo a recorrer los caminos del mundo y
que el haber nacido en un punto de esta Tierra, aunque ciertamente lo ames, no
te capacita para hablar de “ellos” y “nosotros”.
Y pensé, con Baroja, que el racismo y los nacionalismos se curan leyendo y
viajando. Estando en el camino.
martes, 5 de abril de 2011
Desconfía de los griegos
Timeo danaos et dona ferentes, desconfío de los griegos incluso
cuando traen regalos. Esta era una de las frases que tradujimos 20 veces en las
clases de latín y que yo, en aquellos tiempos mozos, no entendía muy bien. A mí,
que me encanta regalar y que me regalen, la nacionalidad del donante me la traía
al pairo. Pero ahora que soy más sabia y las nieves del tiempo platearon mi sien
(sobre todo, si paso algún tiempo sin ir a la peluquería), comprendo
perfectamente el peligro de los regalos y lo que aquellos sesudos romanos
querían decir.
Porque hay regalos y regalos. Y hay gente a la que da gusto regalar y otra
para la que tienes que hacer un cursillo.
Entre los primeros está mi cuñado. A mi cuñado le puedes regalar un CD en
Reyes, por ejemplo, y lo recibe con entusiasmo diciendo: “¡Hombre! ¡Justo lo que
quería!” y se deshace en elogios sobre la música y el autor en cuestión. Y
luego, cuando al año siguiente te encuentras entre sus discos el mismo CD todo
empaquetadito, tal cual se lo diste, se lo vuelves a regalar y te vuelve a
decir: “¡Hombre! ¡Justo lo que quería!” y vengan más elogios. No veas lo que nos
ahorramos con él y lo agradecido que se queda.
Entre los segundos está mi hija, sin ir más lejos. Ella, cuando le compro
alguna ropa, siempre pone cara de fos y dice que eso es “mi” estilo, no “su”
estilo, y lo mismo si ve algún regalo que hago a los demás: “¡Mamá! ¡Ese no es
“su” estilo sino “tu” estilo”. Y ahí me ven estudiando los estilos (dórico,
jónico o corintio) de todo el mundo a ver si acierto.
Y no digamos nada de los regalos de boda. Antes de que se inventara eso tan
práctico de regalar dinero y ya está, y antes de las listas de boda, la gente
regalaba lo que se le ocurría para que tuvieras tu casa como para un reportaje
de revista: juegos de sábanas bordados y colchas floridas, bandejas (a mí me
regalaron 10), portarretratos (otros tantos), cristalerías (2, una la cambié por
un tocadiscos), figuras de bronce y mármol (que escondí en el baúl de los
recuerdos y que todavía andarán en algún mercadillo)…
Y también te regalaban El
Jarrón.
A nosotros nos regalaron un jarrón esplendoroso. Puesto en el suelo, me
llegaba casi a la cintura. Era de un color tornasolado tirando a verde y tenía
volutas doradas en la boca y en las asas (sí, también tenía asas). En Versalles
hubiera quedado estupendo, no te digo que no, pero en un minipiso de 50 metros
cuadrados, como era el primero en que vivimos, resultaba excesivo, la verdad:
todo el piso era jarrón. Cuando venían los amigos, solían pegar un respingo al
verlo y siempre les decíamos, sabiendo que era una empresa casi imposible: “Haz
como si no estuviera aquí”. En las sucesivas mudanzas nos lo tirábamos por el
aire -“¡Ahí va el jarrón!”- pero nunca se cayó al suelo, el maldito. Y, encima,
Mina, la señora que entonces me ayudaba en la casa y que rompió todo lo
rompible, con el jarrón eran unos mimos, un cuidado tan exquisito, unas
exclamaciones sobre lo precioso que era… que, al final, se lo regalamos ante su
pasmo y agradecimiento infinito.
martes, 29 de marzo de 2011
Di "mermelada"
Di “mermelada”, me decía mi primo Mingo cada vez que nos sacaban una foto.”Si dices “confitura”, sales
con la boca como el culo de un pollo”. Y allá salíamos los dos en todas las
fotos en las que estamos juntos, muertos de risa y con la boca de oreja a oreja
por la abertura de las aes.
Me acuerdo de esos ratos, sonriendo y echándolo de menos, en estos días en los que hemos recogido
la cosecha de nísperos –pequeñas cuentas de oro viejo en los árboles- y hago
mermelada con ellos. Las tardes son frías todavía y me paso un rato pelándolos y
despepitándolos, eso sí. Pero luego, el burbujeo en el fuego, el calorcito en la
cocina mientras oigo llover fuera y, al final, el color dorado de los frascos
hacen el trabajo gratificante, haciéndome formar parte de una línea
ininterrumpida de personas que a lo largo de los siglos han disfrutado
aprovechando los frutos de la tierra para hacer mermelada.
Peso la fruta. Pongo la mitad de azúcar y una cucharita de limón, que ya el
sol del invierno les ha aportado suficiente dulzor. Mientras le doy vueltas en
el fuego con la cuchara de madera, me viene a la mente mi primer viaje a Sevilla
un diciembre en el que los árboles estaban llenos de naranjas y cómo me impactó
ver tanta fruta. “¿Y qué hacen con ella?” “La exportan, sobre todo a Inglaterra,
para hacer mermelada –me contestaron- De hecho a estas naranjitas amargas las
llaman allí seville”.
Mientras hierve a fuego lento y un olor dulzón se expande por toda la casa,
también recuerdo una noticia leída hace tiempo sobre un Festival de mermeladas
en Escocia –tan británico él- donde se presentan a concurso más de 300. Me
imagino los frascos, alineados, como joyas de ámbar brillando bajo la luz, y la
deliciosa cata: un pelín dulce, muy hecha, poco hecha, en su punto.
Pongo los frascos a hervir. Pienso que todavía me quedan mermeladas del
verano; de duraznos y de ciruelas, dulces manjares con los que untar tostadas o
poner al lado del paté de oca o rellenar una tarta. O también regalarlas, segura
como estoy de que un frasco de mermelada estaba en el cesto de Caperucita como
regalo a su abuela.
Hago ahora la prueba clave: pongo una cuchara en un plato para ver la
textura. No debe deslizarse sino que tiene que ser suave pero consistente. Y ya
está. Les hago el vacío a los frascos que ahora lucen en mi cocina y encierran
promesas de buenos desayunos y meriendas.
Una de mis autoras preferidas, Mary Stewart, tiene un libro, “Thornyhold”,
sobre una mujer que, sola en el mundo, hereda una casa antigua en el campo. La
parte que más me gusta de este libro releído es cuando la está limpiando,
arreglándola, haciéndola suya, poniéndole los detalles que la personalizan. Y lo
primero que hace después, como si este hecho fuera el símbolo de que la casa ya
es un hogar, es recoger moras de un moral cercano y hacer mermelada.
martes, 22 de marzo de 2011
¡Qué casualidad!
Hace poco leí en “El País Semanal” un artículo, titulado “Las casualidades no
existen”, que defendía que no somos marionetas del azar y que a veces lo parece
porque no conocemos las causas por las que hemos llegado a esa situación en la
que decimos eso de ¡qué casualidad! El artículo habla de teoría del caos, del
efecto mariposa, de la física cuántica y de la teoría de la sincronicidad (“todo
lo que ocurre tiene un propósito”). Incluso menta el karma oriental: “todo lo
que pensamos, decimos o hacemos tiene consecuencias” y “cada uno recibe lo que
da”.
Todo eso puede estar muy bien, pero ¡claro que existen las casualidades!
Por ejemplo, mi madre, antes de nacer yo, siempre dijo que nunca le pondría a
su hija el nombre de Dolores porque no le gustaba en absoluto, a pesar de que su
suegra, a la que ella quería mucho, se llamaba así. Pues bien, yo nací un 19 de
marzo, día de San José, y ese año, ¡qué casualidad!, coincidió con el viernes de
Dolores, el viernes anterior a Semana Santa. Por supuesto, mi segundo nombre es
Dolores (la Virgen lo quiso así). Lo curioso es que nunca más, en los 63 años
que acabo de cumplir, ha coincidido el día de San José con el viernes de
Dolores.
También es casualidad que mi amiga Susi haya pasado en un aeropuerto italiano
por el mismo lugar por el que un tiempo antes alguien (el pobre) perdió 2
billetes de 500 euros muy dobladitos. Yo lo más que he encontrado fue un euro en
la arena (y me puse tan contenta) y hace tiempo media peseta en la guagua.
¿No es también una casualidad que mi consuegra y yo, sin conocernos entonces
mucho, nos hayamos comprado para la boda de nuestros hijos, ella en Madrid y yo
en Tenerife y en tiendas distintas, unos zapatos exactamente iguales?
Y no me digan que no es una casualidad cotidiana que, justo cuando lavamos el
coche o limpiamos los cristales de las ventanas, caiga del cielo una lluvia
sucia que nos hace maldecir en arameo.
Cuando pasan esas cosas, los humanos a veces pensamos que es el azar, la
casualidad, lo que nos gobierna y lo que hace que dos sucesos confluyan. Y a lo
mejor, eso nos hace más libres: igual que elegimos un día ir a una excursión en
la que vas a conocer al hombre o mujer de tu vida, podrías, que sé yo, haberte quedado en casa viendo en la tele “Pasapalabra” (no te comerás una rosca pero serás
experto en el rosco).
Pero otras veces pensamos que no, que todo está dentro de un orden y que
seguro que hay un dios juguetón por ahí trasteando, como diciendo “Te vas a
enterar tú ahora”. Y lo llamamos Dios, Destino, karma, o Virgen de los Dolores,
o, si se quiere, sincronicidad, que queda bonito.
Y tal vez esto sea nuestro único consuelo ante el caos.
martes, 15 de marzo de 2011
El bueno, el feo y el malo
Yo en esta vida he leído mucho colorín o, poniéndonos más internacionales,
mucho cómic. No se crean que, porque diese clase de filosofía, iba a estar todo
el día que si Platón, que si Descartes, dale que te pego, no. Yo me he leído
todo Astérix, todos los pitufos, todo Lucky Luke, toda Mafalda, todo Mortadelo y
Filemón. Y no te digo los colorines de antaño: Carpanta, las hermanas Gilda,
Zipi y Zape, el reporter Tribulete que en todas partes se mete… Para salvar el
tipo decía que estaba recogiendo material para mis clases, pero, aquí entre
nosotros, la verdad es que me lo estaba pasando pipa.
En muchos de esos cómics aparecen el bueno, el feo y el malo, pero no como en
la excelente película de Sergio Leone, sino mezclados entre sí. Por un lado está
el bueno que suele ser guapo (aunque hay algún bueno feo, como el Goliath del
Capitán Trueno); y, por otro, está el malo, que siempre es feo: encontrar un
malo guapo es más difícil que encontrar aparcamiento el día de Reyes en La
Laguna. Y también hay malos feos, como los Dalton de Lucky Luke, que además son
tontos. No hay más que verlos cuando escapan de la cárcel por cuatro agujeros
del tamaño de cada uno de ellos.
A mí de todos estos malos feos hay dos, Gargamel e Iznogud, que me encantan. Para los que no sean tan intelectuales y no hayan hecho estos trabajos de investigación como yo, les pongo al corriente:
Gargamel es el malo de los pitufos. Tiene pinta un poco de Dómine Cabra,
siempre de negro, y se pasa la vida intentando encontrar a los pitufos, ayudado
por su estúpido gato Azrael. A todo esto, no se sabe muy bien para qué los
persigue porque, cuando alguna vez los coge, siempre los pone en una jaula y ahí
se quedan para dar tiempo a que el Gran Pitufo (el bueno) los libere.
Iznogud vive en el Bagdad misterioso y es el Gran Visir del bondadoso Califa
Harun-el-Pusah. Iznogud sólo tiene una idea fija en su vida: ser califa en lugar
del Califa. Para ello contrata a genios de la lámpara, mercaderes de
encantamientos, magos o pitonisas, y, al final, siempre es él el que acaba
convertido en rana, en sujetalibros, en perro, en clavo, en alfil de ajedrez o
en concha-souvenir. O desaparecido en tierras remotas, islas desiertas, lagunas mágicas o
mundos al revés. O como una cabra, saludando con un “¿señor?” ausente a todos
los que pasan por las calles de Bagdad. Por algo Dilá Lará, su fiel sirviente,
cada vez que Iznogud empieza a maquinar una nueva maldad, le dice: “Dejadlo
correr, jefe”.
¿Por qué me gustarán más los malos que los buenos? Incluso yo, que tengo un
natural bueno, he ejercido de mala alguna alguna vez: me acuerdo de pelear a mi
hija de pequeña, yo toda enfadada con los pelos como una ménade, y de verla a
ella (tendría unos 4 añitos) mirándome fijamente y diciéndome: “Te pareces a la
madrastra de Blancanieves”.
También creo que en los malos reconocemos a muchos que han pasado por nuestra
vida: hay Gargameles por ahí, personas con un objetivo absurdo en la vida y que
no disfrutan de nada; y hay Iznogudes que quieren ser califas en lugar del
Califa: profesores que quieren ser director en lugar del Director, opositores
políticos que quieren ser presidentes en lugar del Presidente, canchanchanes que
quieren ser jefes en lugar del Jefe.
Nietzsche (sí, sí, a él también lo leí) decía que la bondad es lo propio de
los esclavos. El bueno, el bonachón, es considerado un poco tonto, el no
peligroso. Y es verdad que la bondad no es un valor de moda. Pero a lo mejor, lo
que nos pasa es que, a pesar de las modas, nos consideramos buenas personas y
nos alegra infinitamente que Gargamel, Iznogud y los Dalton nunca se salgan con
la suya y que el mal no triunfe.
Al revés, desgraciadamente, de lo que muchas veces pasa en el mundo real. No
hay, para comprobarlo, más que abrir la televisión y ver las noticias.
martes, 8 de marzo de 2011
Mañanas de carnaval
Una de mis amigas siempre dice que el mejor día del año para ir de excursión al
Teide es el martes de carnaval. En esta época del año suele haber mañanas claras
y, mientras te alejas de la ciudad y vas dejando atrás zíngaros, osos y payasos
trasnochados que vuelven a casa a esas horas, tú te pierdes en la tranquilidad
de los espacios verdes y en el círculo inmenso de Las Cañadas.
A mi hijo, carnavalero de toda la vida, la idea de mi amiga le parecería casi
una herejía. Él y sus compinches salen religiosamente hasta las tantas cada
lunes de carnaval, así diluvie, y ese día estrenan disfraz que, este año, ha
sido de "Loco Mía", aquel grupo de los 80, con abanicos gigantes, hombreras,
trajes brillantes y toda la parafernalia. Bueno, también sale el viernes de la
cabalgata, el sábado y la piñata completa, y ya se está apuntando la semana
siguiente al Carnaval de Los Gigantes. Nada que ver con respirar aire puro y
perderse en la naturaleza ¿A quién habrá salido?
Sí, sí, ya sé que para mí lo de salir en carnavales se convirtió en una
tradición, desde aquella vez a los 14 años en que me vestí de trapejo y un
antifaz con mis amigas del colegio, Úrsula y Dulce, para ir a darles la lata a
los chicos que nos gustaban. Y sé que, incluso embarazada de 5 meses fui,
vestida con un babi de guardería, trenzas y chapetas rojas en la cara, a un
baile de carnaval al Puerto de la Cruz. Y también que, durante muchos años,
celebramos un parrandero carnaval cenando, cantando, disfrazándonos y
pintándonos en casa de mis amigos Manolo y Mila en Santa Cruz, para salir, ya
entonaditos, a las 2 de la madrugada, al torbellino de la calle del Castillo,
llena de indios y vaqueros, novias bigotudas, bailarinas de ballet con botas
militares, o, incluso, monstruos invasores, como dice Daniel Duque en su
divertido cuento "Los lunes no se invade": "De aquella noche guardo un
recuerdo confuso, de espejo ahumado; y una escama que ningún biólogo ha sabido
clasificar".
Pero ya que no cambiamos a la vida, la vida nos va cambiando a nosotros, como
dice Mafalda, y ya hace varios años que la idea de mi amiga me parece mucho más
apetecible. Incluso, ir más allá, perdernos por esos mundos en otras mañanas de
carnaval que nos regalan, por ejemplo, el vuelo majestuoso de los buitres
leonados junto a las Hoces del río Duratón; o ver los techos de la Capilla
Sixtina en Roma, sin colas y sentados; o pasear por las calles de Alcalá de
Henares o por los jardines de Aranjuez; o disfrutar de la luz de las marismas de
Doñana. O, simplemente, escuchar y contemplar el mar del sur.
Y es que hay mañanas de carnaval y mañanas de carnaval, y estas son mañanas
sin sueño ni resacas, más serenas, más acordes con la cadencia armoniosa de
aquella otra "Mañana de carnaval", de Luiz Bonfá y Antonio Carlos Jobim, en la
película "Orfeo negro", que no me resisto a ponerles en la voz de Gloria Lasso:
Azul, la mañana es azul.
El sol, si lo llamo, vendrá.
Se detendrá en mi voz
y hasta la eternidad
en su camino irá
hacia otro azul...Más cuento que Calleja
Calleja fue un editor y autor de cuentos infantiles que muchos leímos de
pequeños y que terminaban casi siempre con la frase “y fueron felices y comieron
perdices y a mi no me dieron porque no quisieron”.
Mi padre tenía los cuentos de Calleja y yo los rescaté de las manos de mis
hijos en las que los dejó un abuelo complaciente. Ahora tengo 107 cuentos,
bastante menos de la colección original, y ahora soy yo la abuela complaciente
(pero con vigilancia) que se los deja a los nietos, a los que les hace gracia su
tamaño –“¡Mira, Aba, caben en la palma de mi mano!”- y los dibujos de otra
época.
“Tiene más cuento que Calleja” decíamos siempre de todo aquel que inventaba
historias, como aquel alumno que me contó, con cara compungida, para justificar
que no había estudiado para un examen de septiembre, que a su hermano se lo
había llevado una ola. O la alumna, mayor que el resto, que en el antiguo 6º de
Bachillerato, siempre sonriente al fondo de la clase, contaba batallitas de
cursos anteriores y luego nos enteramos de que no había pasado de 2º.
Pero a mí me gustaría reivindicar a Calleja y que esa frase fuera sobre todo
admirativa y no despectiva. Después de todo, Scherezade en “Las Mil y una
noches” tenía más cuento que Calleja, y también lo tenía el padre de mi amigo
Miguel Ángel que, con 100 años, hilvanaba una historia con otra de su juventud
en La Palma; o mi amigo Daniel, cuando habla de personajes y hechos del Barrio
del Toscal; o un primo de mi padre, cuando me cuenta cosas de mi abuelo, que
sabe que me encantan.
El saber contar historias es un don y a veces poco importa que sean ciertas o
no. Un público entregado –y yo lo soy- aprecia siempre un buen relato y sabe que
los cuentistas aportan belleza a la vida.
Por ejemplo, un tío abuelo mío emigró muy joven a Cuba. Allí se enamoró de
una mujer casada y el marido lo mató. Hasta aquí el hecho, más bien sórdido.
Pero si después te dicen, como me contaba mi tía abuela Nieves, su hermana, que
fue en un duelo con todas las de la ley; que él, joven e inexperto, murió y que
en su tumba todos los aniversarios de su muerte aparece un misterioso ramito de
violetas blancas que nadie sabe quién pone, la historia se embellece y hace
soñar.
Igual que han hecho, desde que el mundo es mundo, los primeros que, al lado
de un fuego en una caverna, contaban sus cacerías o explicaban el origen del
mundo; o los narradores de mitos árabes en los zocos; o los transmisores negros
que explicaban la historia oral de su tribu; o los poetas de la Grecia clásica
en el ágora; o los juglares medievales cantando leyendas de castillo en
castillo; o los escritores actuales en sus libros… Todos han contado y
desgranado historias trágicas, cómicas, maravillosas. Y todos han hecho más
hermosa y ancha la vida de las personas.
A muchos, incluso a los que escribimos un modesto blog, realmente nos
gustaría tener más cuento que Calleja.
martes, 1 de marzo de 2011
¿Dónde estabas entonces?
Hace 30 años, el 23 de febrero, yo tenía 32 años y era Jefa de Estudios del
Instituto Andrés Bello en Santa Cruz. Vivíamos allí, en la Cruz del Señor, y
estábamos haciéndonos la casa en el campo (nos mudaríamos en agosto). Mi marido
había ido a ver las obras y yo estaba en casa con Ana y Dani, mis hijos de 8 y 5
años, a los que acababa de recoger del colegio esa tarde. Entonces me llamaron
por teléfono, primero mi padre y luego una amiga, para hablarme de golpe de
estado y de tiros en el Congreso. Al primero que llamé fue a mi amigo Manolo,
que entonces era mi Director y militaba en el Partido Socialista. Y, luego, fue
una tarde y noche de teléfonos, tele y radio, al principio con música clásica
solamente, hasta que después, poco a poco, empezaron a llegar noticias y, al
final, el discurso del Rey.
A los jóvenes de hoy se les hace difícil entender lo que sentimos en esos
momentos. Muchos de nosotros habíamos sido educados en el miedo. Había cosas de
las que no se podía hablar. Todavía me acuerdo de un vecino de mi edad que,
cuando teníamos 15 años, fue a Francia y, a la vuelta, me arrastró a un rincón y
en absoluto secreto me dijo: “¿Sabes qué? En Francia dicen que España es una
dictadura”. Los adultos habían vivido la guerra (mi padre había hecho hasta un
diario), pero no querían hablar de ella. Fuimos descubriendo cosas poco a poco,
sin Internet y con la prensa y la radio censuradas; y fuimos también
sacudiéndonos el miedo e indignándonos cuando, por ejemplo, a un compañero mío
de la Facultad se lo llevaron preso porque le vieron una hoz y un martillo
dibujados en una caja de fósforos, o cuando oíamos el teléfono del Colegio Mayor
intervenido, o comprobábamos que nos abrían las cartas.
Y entonces, la libertad. Podíamos leer periódicos de diversas tendencias y
todo el mundo podía expresar públicamente sus ideas, aunque fueran diferentes,
sin que por ello se cerraran medios o fueras a la cárcel. Y ¡se podía votar! Yo
fui presidenta de una Mesa electoral en las primeras elecciones democráticas.
Fue emocionante, no me pude sentar en todo el día: miles de personas deseosas de
votar, muchas, yo entre ellas, haciéndolo por primera vez, viejitos y viejitas
contándote su vida, algunos con lágrimas en los ojos sin acabárselo de creer del
todo…
Pero todo ese futuro que estábamos construyendo, todo ese esfuerzo de
generosidad y tolerancia que los políticos de la Transición habían hecho, podía
irse al garete ese 23 de febrero. Y el miedo volvió a aparecer ese día y al
siguiente.
El 24 de febrero todos fuimos a trabajar, aunque no aparecieron muchos
alumnos. Pusimos un transistor y una tele en la Sala de profesores, vimos el
vídeo de la vergüenza y, cuando oímos que los rehenes salían del Congreso y que
aquellos a los que habíamos elegido y que habían sido llevados a una habitación
aparte como a quien lo llevan al paredón, estaban sanos y salvos, entonces todos
los que estábamos allí nos miramos, sonreímos y respiramos.
Y tú ¿dónde estabas entonces?
martes, 22 de febrero de 2011
Sumar llevando
Yo tuve un compañero de matemáticas que intentaba boicotearme mis clases. “¡A
estudiar matemáticas!”- vociferaba mientras entraba en clase como elefante en
cristalería, conmigo todavía dentro- “¡Dejen eso, que la filosofía no sirve para
nada!”.
Aunque tanto mis alumnos como yo nos tomábamos sus exabruptos con humor e
incluso ellos muchas veces hacían una encendida defensa de la filosofía, no pude
por menos que acordarme de él al ver una noticia este pasado diciembre en la que
se dice que se ha superado un problema matemático de hace casi 80 años, y al
final dice: “El problema no tiene aplicaciones inmediatas”.
¡80 años! ¡80 años estrujándose los sesos un montón de matemáticos pensando
en cuál es el tamaño máximo de un conjunto de Sidon si se permite que cada suma
se repita hasta dos veces! Que no me dirán ustedes que no es un problema claro y
transparente, que sirve además para un montón de cosas, no como la filosofía,
que habla de la libertad, y de los valores morales, y de la felicidad, y del
sentido de la vida y demás machangadas.
Y, sin embargo, y a pesar de mi compañero (al que creo que, en el fondo, también le gustaba la filosofía), me encantan las matemáticas. Hay
en ellas algo seguro, permanente, confiable (si nos olvidamos de la teoría del
caos y de las paradojas). También es verdad que tuve un maestro excepcional, mi
padre, al que me parece ver todavía con un lápiz muy afilado dibujando ante mí
números y figuras con una letra preciosa de las de antes y explicándome con
paciencia de santo los problemas de clase. Él me enseñó la magia y la belleza de
los números. La misma que ya había descubierto hace 27 siglos el viejo Pitágoras
cuando, pensando que no hay figura más perfecta que la esfera ni mejor número
que el 10 (porque, después de todo, decía, es la suma de 1 + 2 + 3 + 4), imaginó
el universo como un conjunto de 10 esferas más puras que el cristal que giraban
produciendo una música maravillosa que, torpes e insensibles, nuestros oídos no
saben escuchar. Sí, ya sé que es una teoría más falsa que Judas pero no me dirán
que no es bella. Y, por lo menos, supo ver lo que Galileo dirá 20 siglos
después, que la naturaleza está escrita en lenguaje matemático.
Por eso, si la miramos con detenimiento, aparecen a nuestros ojos el círculo
de la luna llena en las noches claras, las azucenas y amarilis estrellados, las
líneas paralelas de los sembrados, las espirales en las conchas que recogemos en
la playa, la figura cónica de los abetos y los volcanes, la simetría de los
cuerpos, la armonía en los sonidos.
Y también te
encuentras a cada paso con los números, con todo lo que tienen de juego, pero
también de misterio y sorpresa. Te puedes topar, por ejemplo, con ellos en un
tunel de metro en Viena, en cuyas paredes, forradas de espejos, se muestran los
números de nuestro mundo. Allí están los tropecientos números del número pi
(nada de sólo 3,1416, como nos enseñaron), pero también las cervezas y los
escalopes que se están tomando ese día en Austria. O los habitantes que en cada
segundo tiene la Tierra, nacimientos y muertes que cambian vertiginosamente al
ritmo de la vida.
Un libro que leí, “Suma y sigue”, de la escritora australiana Toni Jordan,
termina diciendo: “La vida no es estar de pie sobre una montaña contemplando
la puesta de sol. La vida no es ese día en que te ves frente al altar o ese otro
en el que nace tu hijo o aquel en el que estabas nadando en aguas profundas y te
pasó un delfín al lado. Eso son fragmentos. Diez o doce granos de arena
esparcidos por toda tu existencia. No son la vida. La vida es cepillarte los
dientes, hacerte un sándwich, ver las noticias o esperar el autobús. O caminar.
Cada día suceden miles de episodios diminutos y, si no estás observando, si
no los registras y no haces que cuenten, podrías perdértelos. Podrías perder
la vida entera.”
Al final va a resultar que la vida, esa cuestión tan filosófica, consiste
también en matemáticas. O, dicho de otra manera, en sumar llevando.
(Este post va dedicado a mi compañero de trabajo Juan Miguel, profe de Matemáticas de quien sospecho que, en el fondo, ama la filosofía. En la imagen el túnel de metro de Viena con los tropecientos mil números del nº pi)
(Este post va dedicado a mi compañero de trabajo Juan Miguel, profe de Matemáticas de quien sospecho que, en el fondo, ama la filosofía. En la imagen el túnel de metro de Viena con los tropecientos mil números del nº pi)
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